Alumnos del Alto Valle viajaron por primera vez a la Línea Sur

Deseaban conocer cómo era la vida en el olvidado El Cuy. Llevaron ropas, juguetes, libros y muchas ilusiones. Juran que no se olvidarán nunca de esta experiencia.

ROCA (AR).- El medio de la nada. La soledad más absoluta. El único sonido del viento y la presencia de un implacable frío que sorprende por su insistencia en quedarse. Los sonidos propios de un paisaje y un caserío que desde que existe respira en el abandono y la soledad. Las pocas cuadras donde se multiplican los silencios -que a la hora de la siesta más interminable que pueda imaginarse- sólo pueden ser alterados por la llegada de «gente de afuera».

A ese lugar en el mundo y en Río Negro que se llama El Cuy llegaron el viernes pasado cerca de cincuenta chicos de una escuela primaria de Roca cargados con libros, útiles escolares, ropa, zapatillas, juguetes y con la ilusión a cuestas de que al menos por un par de horas el mundo en el que estaban viviendo toleraba la solidaridad y los gestos desinteresados.

Algunos no habían podido dormir la noche anterior, ansiosos por encontrarse antes del sueño con lo que los chicos que el mes anterior visitaron Sierra Colorada se habían adelantado a contarles conocerían en El Cuy.

Es por eso que a las siete de la mañana -cuando desde la vereda de la escuela 95 se subieron al colectivo para emprender el recorrido de poco más de 110 kilómetros que separaba sus expectativas de la realidad- ahogaron el ruido del motor con los comentarios de lo que verían y harían en las próximas horas, donde habría dos momentos clave: la entrega de los varios kilos de donaciones que pacientemente habían recibido y ordenado en un aula de la escuela durante semanas y la posibilidad de asistir por primera vez a una esquila, ese primer paso de cuyo éxito dependerá el dinamismo de la economía de la región sur, la más extensa de todo Río Negro.

Y es así como luego de dos interminables horas de viaje, la geografía de El Cuy tomó forma en los sorprendidos ojos de quienes por un día se olvidaron de Nickelodeon y Digimon y que se abrieron aún más de que los chicos a los que iban a visitar los mencionaran con naturalidad.

Es que El Cuy también parece trazar sus contornos en los límites de esos raros contrastes que hacen convivir en una misma vivienda la pobreza extrema con la alta definición de las antenas de televisión satelital que se empeñan en mostrarle la ilusión del consumo a quienes deben viajar cientos de kilómetros para poder hacerse una radiografía.

A las 9 en punto todo estaba listo en la escuela 343 para la llegada de los roquenses y una vez que se miraron por primera vez cara a cara todo se sucedió en forma muy rápida.

A las ceremoniosas presentaciones de rigor entre las docentes (tremendamente formales, acartonadas) y a las vergonzosas miradas de los chicos le siguió un abundante desayuno con facturas caseras y recién horneadas que se convirtió en el comienzo de una jornada especial para los chicos de quinto grado de Roca y las tres maestras que los acompañaron en el viaje y para los 27 chicos que año tras año reemplazan sus hogares a cientos de kilómetros de allí, donde la aridez de adueña de la Patagonia, por las cálidas paredes de un albergue que desde hace 17 años es lo único que garantiza que decenas de chicos que viven en los rincones más perdidos de la Línea Sur puedan completar la instrucción más básica.

Pero nada importó más que empezar a bajar y abrir las cajas con esos libros, esa ropa y ese calzado, que para los chicos del sur ya no eran un gesto, sino una necesidad.

Como pudieron, sin que importen los tamaños de los pulóveres, el estado ni los talles del calzado y mucho menos si los libros eran para colorear o ya venían coloreados los abrazaron con brazos que se hicieron cortos y débiles ante tanto y todo junto.

Como nunca habían visto en su corta vida, ni siquiera en las campañas electorales que suelen llegar a estos lugares con lo que sobra en los distritos con caudales de votos realmente decisivos. Es que en El Cuy votaron en las últimas elecciones menos de 1.300 personas.

Lo que se repartió no alcanzó y si se hubiera multiplicado por cien o por mil tampoco hubiera sobrado. Es que mucho de lo que no podrán usar, por grande o por chico, va a sus hogares donde las necesidades que ellos cubren por vivir en el albergue, sus padres y hermanos las sufren desde siempre en el más mudo de los silencios.

En ese momento los agradecimientos sobraron. La sorpresa y emoción que se reflejaba en las caras, curtidas por el frío y por una niñez que transcurre desde los cinco años solo tres meses por año al lado de los padres (los restantes deben pasarlos en estos albergues al cuidado de maestros y porteros hasta que completen los estudios primarios) lo decían todo.

Una vez que la última caja fue abierta solo dos kilómetros los separaban de la otra parada del viaje. Allí se encuentra el campo de Francisca Sandoval, el ejemplo más perfecto de que en la Línea Sur también todo tiempo pasado fue mejor. Allí todos iban a poder observar por primera vez una esquila.

Con esas expectativas llegaron y al cabo de un par de horas se fueron cargados de imágenes, sonidos, olores y palabras nuevas. En el medio se encontraron con una docena de «esquiladores» que les explicaron en qué consiste el procedimiento que tanto les llamó la atención cuando en las aulas comenzaron a estudiar el circuito de la ganadería y que quisieron observar en el lugar que se realiza, sin libros ni fotos de por medio. Es así como luego de disfrutar de dos inmejorables chivitos a las brasas y unos minutos después de las dos de la tarde se amontonaron alrededor de un corral que, en realidad parecía proteger más a las ovejas y a los trabajadores de su curiosidad que a ellos de los animales.

Concentrados, sin perder detalles, asombrados, festejando a los gritos por cada nueva oveja que volvía despojada de su lana y casi horrorizados por las que volvían lastimadas luego de haber sufrido el paso de las máquinas sin la más mínima contemplación, conocieron bien de cerca la esquila, tal como ellos querían.

Antes habían preguntado hasta el cansancio a una docena de «esquiladores» todos los detalles que se les cruzaron por la cabeza y así se enteraron que para esquilar siempre son necesarios los «agarradores» que llevan los animales hasta el sector de esquila, los «embeyonadores» encargados de limpiar la lana una vez que ya no es más de los animales, los «prenseros» que la compactan y los «playeros» que llevan la cuenta de cuantos animales cayeron en las manos de cada trabajador. «Fue increíble, la mejor forma de haber aprendido radicó en haber venido hasta acá. Hasta nos dejaron señalar a unas ovejas», comentaron.

Luego vino una improvisada merienda con pan casero y después de un intercambio de pergaminos recordatorios y fotos emotivas llegó la despedida más prolongada de todas. Una vez arriba del colectivo de regreso y varios kilómetros después de haber abandonado El Cuy, aún revivían las imágenes y sonidos de ese sur tan distinto al de ellos, que los conmovió inmensamente, como ni ellos mismos imaginaron. Habían estado en un lugar que mirasen donde mirasen, solo había cielo, tierra y más cielo y más tierra.

Nunca más se olvidarán de este viaje. Por las caras, por la ruta. Por «el otro», por ellos mismos.

Adrián Arden


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