América
América nunca estuvo cerca.
Tampoco se llamó así todo el tiempo ni fue una sola jamás. Quinientos y tantos años a la fecha un grupo de españoles y portugueses encontró la suya, después de semanas de tortura, hambre y sed, mientras buscaban otra, colosal, plena de especias y chicas ardientes, ubicada mucho más al este de donde desembarcaron con sus cáscaras de nuez.
A los 20 años, Pedro supo que Lila, su flamante novia de tiernos 16, era su América. Pasaron 35 años juntos hasta que la muerte entró en escena.
Nino, el obsesivo profesor de literatura, se rindió ante la obviedad de que América eran sus libros, seres vivos que latían desde las bibliotecas y placares que no albergaban sacos, camisas o corbatas.
Postrado en su cama por una enfermedad grosera, encontró consuelo de noches interminables en versos, cuentos y fragmentos, a veces subrayados con resaltador dos y tres veces en distintas épocas de lectura. Tenía por costumbre picotear con gula entre las palabras.
Como un amante voraz que salta de sexo en sexo, acostumbraba a morder los pezones de sus autores favoritos.
A mediados del siglo pasado esta América -al menos ésta- continuaba siendo El Dorado de la leyenda.
Tenía esperanzas guardadas entre sus ríos. En el viejo mundo habían quedado los fantasmas del fracaso. En el nuevo, según una teoría que se debía comprobar in situ, los aventureros hallarían trabajo, comida y pasión.
Dicen que hoy, siglo XXI, ya no quedan Américas. Ni aquí ni en el este.
No hay portugueses zarpando desde ningún puerto hacia Callao, Veracruz, Buenos Aires o Valparaíso, y los que regresan sobre las huellas de sus antepasados, los tataratataratataranietos de esos primeros soñadores, deben acostumbrarse a llevar colgado, indefectiblemente, el odioso cartel de «Sudaca», que en buen castellano significa inferior. Dicen.
No hay más Américas, afirma la chica con un pasaje a Francia, desconocedora ella de quesos, vinos y Gustave Flaubert. Hay destinos probables. Mínimas ganas de dar la pelea. Inercia de existir. Hay lo que hay, dice Hernán antes de partir a un pequeño pueblo de Chubut, con la sonrisa ancha y una libreta de apuntes en la mochila.
Intuimos que América, el lugar en el que podríamos hacer algo con la única vida de la que somos dueños, no ha desaparecido por completo.
América no es un continente, aunque aparenta serlo.
Es un beso en la boca que invita a una tormenta entre las sábanas. Un relato inconcluso. El día en que ya no tengamos presente ese afán, de algún modo habremos regalado el alma al diablo. Un contrato atroz, además de muy poco conveniente. Tomando en cuenta nuestro terrenal destino -ser polvo, comida para los gusanos y fotos desteñidas de recuerdos en un baúl-, estamos en posición de venderla a buen precio y disfrutar con el saldo.
América son tus ojos.
Claudio Andrade
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