Aquellas radios que olían a madera
Hasta hoy permanecerá abierta en el museo “Lorenzo Vintter” de Roca una exposición insólita y entrañable. Se trata de la muestra “Radios Antiguas, su crónica en el Alto Valle”. Muchas de ellas todavía con sus válvulas y la cubierta de madera. Hubo un tiempo en que estos aparatos nuclearon a las familias. Orson Welles se volvió un clásico de su tiempo con los radioteatros y por esos parlantes pasaron las noticias de la Segunda Guerra Mundial.
Los televisores no huelen a nada. Ese quizás sea un absurdo indicio cuando se compara una radio con un televisor.
La radio ha sido el principio de lo benévolo y lo maldito del siglo XX, pero desde muy lejos, los ecos de sus transmisiones aún persisten en los arrecifes de la memoria de los abuelos.
Tal vez, el nonno Del Piero tenía sus poros demasiado estancados en ese 1945 que de a ratos lo perseguía.
Entró al museo de radios antiguas y nuevamente estaba a 55 años del perfume de la madera de esa Zenith todavía caliente. Clavada en la brújula del dial, “Salvattore Guiliano”, su radionovela preferida.
Acercó su mano a la perillla, y entre tambaleos y risas nerviosas miró al nieto que ya se aburría al contemplar sólo la cáscara de lo que alguna vez fue el medio de comunicación más grande que tuvo la historia.
Alfredo Leuco lo dijo cuando citó a Saint D’exupérie refiriéndose a la radio: “Lo esencial es invisible a los ojos”.
El nieto nunca lo supo porque su costumbre de moverse tan rápido por la vida, no le permitía disfrutar de su emocionado abuelo frente a semejante cosa. Ahí, tan muda para el joven, con tanta vida para el nonno: su compañera de la niñez, su fiel radio.
Pero más allá del abismo generacional existente entre cincuenta años de historia, desde el transmisor radial de principios de siglo hasta Internet, las transformaciones técnicas fueron la fachada de un cambio aún más profundo: la pérdida de un mundo sensiblemente diferente.
Cada vez más, el impulso que cada día nos acelera hasta para cruzar un semáforo en rojo, es síntoma de algo mucho más profundo: la ansiedad, la velocidad, la disgregación y el aislamiento que el nuevo escenario tecnificado ha sabido educar.
En el Alto Valle, cuentan los más grandes que a diferencia del televisor, el aparato de radio fue un fenómeno de congregación social.
Ya no un integrante más de la familia, sino un mediador, un gran maestro de ceremonia que anticipaba una celebración familiar donde los vecinos del pueblo y de las chacras también estaban invitados.
Todas las tardes, ansiosos por la espera, y entre mate y tortas fritas, reunidos para la cita, nadie se atrevía a tocar el aparato.
Sólo los autorizados mantenían el contacto con la sagrada caja. La ahora democrática posesión del control remoto no existía por ese entonces.
Del Piero, ya no podía contener su pasado dentro del lugar. Había escuchado que en el museo de la ciudad se iban a exponer las radios antiguas.
Apenas entró esa tarde al “Lorenzo Vintter” de Roca tuvo la sensación de estar caminando dentro de un cementerio de cajas muertas.
Pero después de unos minutos le hizo una par de señas a su nieto porque seguramente iba a estar por lo menos una hora larga para apreciar las casi 30 reliquias que había en el lugar. Cada estante que recorría era una década de historia que recordaba intacta en su cabeza.
El nunca tuvo la famosa radio tipo “Capilla” de su padre. Allá por 1933. Ahora podía verla reluciente, oblonga, casi como antes apoyada sobre un bloque de cemento esperando ser vista por todos.
Así, casi entrando en la noche, sin darse cuenta había pasado más de dos horas viendo y comentando sobre anécdotas y transistores rebeldes.
Después de ese instante de sueño, Del Piero sale del museo de la mano de su nieto.
Gira la cabeza y mira el cartelito pegado en la vieja puerta de madera: “Radios Antiguas, su crónica en el Alto Valle” último día de exposición.
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