Argumentos de autoridad

Por Osvaldo Alvarez Guerrero

Este libro contiene apreciaciones impactantes. Se refiere a los «oscuros burócratas del Fondo» que no pueden ya más disimular objetivos y prácticas que están al servicio de intereses financieros concretos, y a sus políticas que «han incrementado fuertemente sus beneficios, en desmedro de muchas sociedades al borde de la disolución». Critica los programas de privatizaciones y ajustes estructurales complicados directamente en operaciones que corrompen gobiernos debilitados y sin alternativas de defensa en sus fundamentos democráticos. Buena parte del examen de Stiglitz se dirige al dogmatismo ideológico, al autoritarismo despiadado de quienes desde esos sectores de la riqueza no admiten debates internos, y a rígidas concepciones que no tienen en cuenta cuestiones elementales de la ciencia económica. En realidad, admite, el Fondo es un instrumento político-ideológico a las órdenes de los poderosos.

Stiglitz imagina a la globalización como un proyecto de desarrollo igualitario, que permita la eliminación de la pobreza de las regiones más subdesarrolladas. Pretende que sea un proceso de tratos equitativos y justos entre los países centrales y los periféricos, que asegure la cooperación económica y la paz mundial, tal como fue propugnada por sus fundadores después de la Segunda Guerra Mundial. Esa idea poco tiene que ver con la realidad de la evolución del modelo ideológico, con las prácticas corruptoras implementadas por los organismos internacionales y las políticas efectivamente instauradas hacia fuera desde los centros del poder hegemónico de los Estados Unidos y Europa. Stiglitz relata las experiencias concretas, con información precisa e indubitable y basada en los hechos más que en las teorías, de los errores estratégicos -y muchas veces conscientes y voluntarios – de la política del Fondo en Rusia y varios países de Asia, Africa y Latinoamérica, entre los cuales la Argentina es ejemplar.

No voy a glosar ahora un trabajo que merece una lectura sin prejuicios. El libro se agota en las librerías de Buenos Aires. Es un best seller internacional y su difusión es amplia y accesible. Lo que interesa ahora es más bien señalar los efectos que la autoridad intelectual de este académico con experiencia política tiene en el confuso debate, cada vez más violento, sobre la globalización. La discusión y los conflictos sociales y políticos se agudizan no sólo en el mundo subdesarrollado, sino en el mismo núcleo de las naciones altamente industrializadas y más ricas. La cuestión se ha puesto demasiado espesa y tan escandalosa que la sucesión de fraudes, estafas y perjuicios masivos afectan a las más fuertes e influyentes esferas empresariales y políticas de los Estados Unidos.

Stiglitz proviene del corazón mismo del pensamiento económico liberal norteamericano. Su currículum en ese ámbito es impresionante. Sus investigaciones y publicaciones en el ejercicio de la cátedra en la Universidad de Columbia le han otorgado un prestigio unánime y sus teorías le han valido no solamente el Premio Nobel de Economía en el apogeo de su vida, sino el respeto y la admiración mucho antes de esa asignación. Fue presidente del Consejo de Asesores Económicos del Bill Clinton durante su gobierno y economista jefe del Banco Mundial. Viene, pues, del corazón del sistema capitalista.

Todo esto le otorga a su figura un prestigio intachable que sin duda favorece la formulación del argumento de autoridad. Es obvio que, por ello, Stiglitz es y será cada vez más citado y su libro invocado como apoyo y fuente legitimante en el debate sobre la globalización y de las relaciones entre los países ricos y los pobres. Stiglitz es un economista del sistema capitalista, que no rechaza el pensamiento liberal y cree en el mercado y en las formas democráticas y moderadas de intervención estatal en la economía. Y precisamente por eso refuerza aún más los alegatos de quienes no comparten sus ideas en otros aspectos, y aun se oponen, desde la izquierda, a sus posiciones.

De hecho, estas opiniones y diagnósticos sobre los resultados devastadores de la globalización tal como ha sido aplicada en los países subdesarrollados no son nuevos. Y muchos argentinos los vienen señalando desde hace bastante tiempo. En el mundo académico de los economistas y los politólogos europeos y norteamericanos, desde el pensamiento neokeynesiano y de quienes adhieren a lo que se denomina un capitalismo con rostro humano, más o menos liberal, hasta los marxistas en sus distintas vertientes, se han publicado conclusiones y formulado críticas similares sobre el estado del nuevo orden actual. En ese sentido, el «argumento de autoridad», otorgado por la justa fama del Premio Nobel, es muy eficaz en el debate.

Pero uno podría pensar que, para muchos argentinos, este criterio de autoridad que se desprende de figuras prestigiosas del extranjero es el único que puede convalidar y sostener opiniones convincentes. Esto es alarmante, porque ese mismo criterio es el que ha permitido antes que los dogmas del Fondo fueran aceptados y defendidos con entusiasmo. Los ajustes fiscales con despidos masivos, las privatizaciones desatinadas, la reducción del gasto público como fin en sí mismo, el abandono de la sustitución de importaciones local y el endeudamiento externo sin límites se convirtieron en el discurso circulante hegemónico, sin que las opiniones reflexivas y críticas pudieran oponerse con el mismo volumen de aceptabilidad.

Pero más allá de la dialéctica entre globalizadores y antiglobalizadores, intervencionistas políticos y libremercadistas ortodoxos, hay otra fuente que le concede una potencia convincente a cualquier argumentación que invoque las investigaciones realizadas por el autor de «El malestar en la globalización». Me refiero a la lógica de la evidencia: las demostraciones teóricas y su fundamentación en los resultados destructivos de las políticas del Fondo como delegado de los grandes centros de la especulación financiera y de los intereses concretos de los grandes capitales del mundo desarrollado, son hoy tan claras que no resisten negativas. Desde ese punto de vista, la autoridad de la crítica de Stiglitz deriva de su verosimilitud, porque recoge y articula con una lógica impecable proposiciones verdaderas, es decir, afirmaciones que se corresponden con la realidad. Por lo conmocionante, la situación es irresistiblemente provocadora: y ya están apareciendo los rechazos casi irracionales en el pensamiento del establishment, que consideran la obra de Stiglitz una traición personal.

Pero la lectura del libro -recomendable, porque está escrito con la agilidad expresiva del periodista, la precisión de un economista y la elocuencia de un político sensato, sin recurrir al lenguaje exótico de los expertos en boga- puede dejar más de una preocupación.

Por cierto, si sus propuestas obtuvieran una ventaja en la discusión cultural, y un retroceso en los dogmas del neoliberalismo ortodoxo, resta responder a una pregunta inquietante, que no tiene respuesta inmediata ni fácil. ¿Quién pagará las consecuencias catastróficas de la vigencia y ejecución durante muchos años, y todavía en el presente, de aquellas doctrinas y de su aplicación práctica? ¿Quién se hace cargo del crecimiento de la miseria, de la muerte y el sufrimiento de millones de personas que han sido víctimas inocentes, en los límites mismos del genocidio, de esas políticas evitables?

Desde luego, la injusticia, el hambre y la pobreza no se originaron solamente en ellas, pero sí es obvio que ellas y sus hacedores tienen una responsabilidad directa en su crecimiento y aceleración.

Cabe imaginar que, al menos, una condena moral pesará sobre las conciencias de sus gestores. Y quizá se posibilitará otra actitud, más noble y más justa, en la conciencia de la mayoría de las personas en todo el mundo. Para reparar los daños ya hechos, esta esperanza es insuficiente. Para idear y lograr un futuro más digno, es imprescindible.


Este libro contiene apreciaciones impactantes. Se refiere a los "oscuros burócratas del Fondo" que no pueden ya más disimular objetivos y prácticas que están al servicio de intereses financieros concretos, y a sus políticas que "han incrementado fuertemente sus beneficios, en desmedro de muchas sociedades al borde de la disolución". Critica los programas de privatizaciones y ajustes estructurales complicados directamente en operaciones que corrompen gobiernos debilitados y sin alternativas de defensa en sus fundamentos democráticos. Buena parte del examen de Stiglitz se dirige al dogmatismo ideológico, al autoritarismo despiadado de quienes desde esos sectores de la riqueza no admiten debates internos, y a rígidas concepciones que no tienen en cuenta cuestiones elementales de la ciencia económica. En realidad, admite, el Fondo es un instrumento político-ideológico a las órdenes de los poderosos.

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