Atrapados en Afganistán

Desde que en el 2001, como reacción a la destrucción de las Torres Gemelas neoyorquinas por islamistas, Estados Unidos puso fin al régimen talibán en Afganistán, las naciones más ricas y poderosas de Occidente han gastado miles de millones de dólares, además de emprender un operativo militar costoso bajo la égida de la OTAN, con el propósito de impulsar el desarrollo de uno de los países más pobres y más anárquicos del mundo y de este modo impedir que pueda servir nuevamente de refugio para organizaciones terroristas como Al Qaeda. Aunque, luego de haber experimentado en carne propia la brutalidad extrema que caracteriza a los islamistas, la mayoría de los afganos aprueba la intervención extranjera, en Estados Unidos y Europa se ha difundido últimamente la sensación de que no les será dado alcanzar sus objetivos mínimos. Además de su incapacidad para eliminar por completo a los talibanes que continúan provocando bajas tanto en las filas aliadas como en las del gobierno afgano y la población civil, la «reconstrucción» económica está resultando ser mucho más problemática de lo esperado, la política afgana sigue siendo impúdicamente corrupta y el gobierno del presidente Hamid Karzai -el que según parece está en vías de renovar su mandato- no ha vacilado en cohonestar leyes islámicas que a juicio de los occidentales difícilmente podrían ser más reaccionarias, ya que entre otras cosas prevén la pena de muerte para quienes abandonen la fe musulmana y hacen de las mujeres ciudadanas de segunda. Por tales motivos, son cada vez más los europeos y norteamericanos que quisieran dejar que los afganos se las arreglaran solos.

Para el presidente norteamericano Barack Obama, el deterioro de la situación en Afganistán es un dolor de cabeza mayúsculo. Antes de iniciarse la campaña electoral exitosa que lo llevó a la Casa Blanca, Obama había criticado con vehemencia el derrocamiento por su país del dictador iraquí Saddam Hussein, afirmando que EE. UU. debería concentrar todos sus esfuerzos en consolidar la democracia embrionaria que en su opinión se daba en Afganistán. Puesto que hace dos años Irak era el escenario de un sinfín de atentados sanguinarios y la situación en Afganistán era relativamente tranquila, por un rato tal postura pareció muy sensata, pero a partir de entonces surgieron motivos para creer que Irak sí podría transformarse en una democracia viable pero que Afganistán seguiría siendo una virtual tierra de nadie disputada por señores de la guerra, bandas de fanáticos religiosos y políticos resueltos a aprovechar las oportunidades para enriquecerse que les brindaba el torrente de ayuda económica extranjera. Así las cosas, muchos occidentales han llegado a la conclusión de que el resultado de la «guerra mala», la de George W. Bush, podría ser menos terrible de lo que habían pensado, mientras que el de la «buena», la de Obama, sería a lo mejor decepcionante y a lo peor catastrófico por el impacto que tendría en el vecino Pakistán, lo que los islamistas tomarían por un triunfo histórico.

Si sólo fuera cuestión de la resistencia de la gente de los diversos grupos étnicos que conviven rencorosamente en Afganistán a tolerar por mucho tiempo la presencia de ejércitos extranjeros, la eventual retirada de unidades de la OTAN so pretexto de que las fuerzas militares nativas se habían puesto en condiciones de asegurar un simulacro de paz no tendría mayores consecuencias, pero por desgracia está en juego mucho más que el futuro de los afganos mismos. En aquel país paupérrimo y caótico, norteamericanos y europeos, con el respaldo de la ONU, se enfrentan con quienes luchan en nombre de una ideología totalitaria compartida por muchos correligionarios en África del Norte, Somalia, todos los países del Medio Oriente, Pakistán, la India, Malasia, Indonesia y Europa, donde ya viven entre 20 y 30 millones de musulmanes. Conscientes de que lo que sería percibido como una derrota serviría para alentar a los islamistas, Obama y líderes europeos como el británico George Brown, el francés Nicolas Sarkozy y la alemana Angela Merkel insisten en que no es su intención batirse en retirada, pero de continuar intensificándose la oposición pública a la guerra, llegará el momento en que no tendrán otra alternativa que la de abandonar lo que para muchos ha resultado ser una misión imposible.


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