Benefactores horrorosos

Por Maruja Torres

Qué sería de la humanidad sin sus numerosos benefactores? Ejemplos sobrados, sobreros y sobrantes los hay; mas, aun así, no transcurre jornada sin que hayamos de sumar nuevos experimentos destinados a la loable causa de mejorar nuestros beneficios. Nos encontramos con filántropos en las esquinas. Yo misma, modestamente, disponía de uno en Beirut durante mi reciente estancia: la central del First National Bank (Líbano está mucho más poseído por los bancos que por los sirios; no sé quién asesora a las Naciones Unidas últimamente), cuyo cajero automático solía ofrecérseme a diario con toda clase de guiños, artilugios y susurros, entregándome cualquier cantidad de dólares, cualquiera que fuera el sea cual sea el estado de mi credibilidad plástica. A este tipo le sonreían todas las pinches rajas de su maldita jeta. Era tal su efectividad que, incluso cuando ya le había dado la espalda, seguía asegurándome cantarinamente que el automático siempre estaría allí, a mi entera disposición y digan lo que digan los demás.

Porque qué bonito es hacer algo por los otros. Bueno o malo, pero algo. Desde aquí mismo hago un llamamiento tridimensional para que otra gran benefactora -de la bisexualidad, sin ir más lejos-, ahora entregada a los murmullos de la cábala, haga el favor de organizar la subasta de toda su ropa interior puntiaguda, a beneficio de los huérfanos de gays y lesbianas de Kuala Lumpur, por ejemplo y a bote pronto.

Y es que para el benefactor nato, del mundo ya no hay confines. Fíjense en Mijail Kalashnikov, inventor del superfamoso fusil de asalto soviético (y quien dice soviético ayer, hoy dice de todos) AK-47, popularmente conocido por el apellido de su creador, popularmente conocido a su vez (en especial en determinadas situaciones) como «el jodido hijo de puta que inventó el fusil con el que me está apuntando ese cabronazo». Me perdonarán la retahíla de malas palabras, pero nos movemos en el rudo mundo del periodismo de guerra, ya saben, otro mito de nuestro tiempo.

El caso es que, como ya sabrán, desde que lo inventó, este hombre ha puesto alrededor de 80 millones de ejemplares de su fusil autobiográfico al alcance de todos. No le importan países, credos, etnias, religiones, razas, bailes regionales, preferencias eróticas o culinarias; no impide que lo tengan los unos y los otros que se atacan mutuamente. Es un demócrata. En su ejercicio longevo de la filantropía ha llegado a convertir en realidad ese viejo deseo humanitario: «Dejad que la infancia se agarre a mi fusil», y ello lo mismo en Africa que en Afganistán, lo mismo en un bando que en el otro. No me escandaliza que Putin le impusiera una medalla; lo que me asombra es que no se la haya puesto el Papa, dado que Kalashnikov es, clarísimamente, un enemigo del aborto, esa lacra de nuestro tiempo que impide que más nenes soldaditos se hagan con un AK-47.

Este hombre, además, sufre anualmente la desilusión de que los estadounidenses pirateen su obra maestra y la vendan en el top manta como si se tratase de una canción mundialmente famosa (y lo es: «ra-ta-ta-ta-ta-ta, ra-ta-ta-ta-ta… ¡ayyyyyyyy!»), sin pagarle un sólo dólar. Ni siquiera su amigo Charlton Heston, presidente de la Asociación Nacional del Rifle, ha podido echarle una mano en eso, porque como el pobrecito tiene una mala enfermedad, ya se acuerda muy poco de a quién conoció: le muestras un AK-47 y, aparte de cargarlo y disparar, no recuerda otra cosa. En fin, este hombre que ama a su fusil como a un hijo del bajo vientre, ha decidido poner su nombre a una nueva clase de vodka que, con suerte, y al decir de los entendidos, puede acabar con la vida de quienes sobrevivieron al Kalashnikov original y servido en caliente. La verdad es que nos encontramos en un buen momento para que quien sea se beneficie con la venta de cualquier producto que se ampare en lo militar y que recurra al pauloviano hola a las armas que, una vez más, nos sacude.

Pero, por encima de todo, la lección Kalashnikov no es sino ésta: un benefactor de la humanidad nunca ceja.


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