Bigotes contra el examen

Alfredo Palacios, profesor universitario

Inmensa pasión por la vida. Por la justicia. Valiente. Protagonista. Siempre ahí, montado en un carro como tribuna. Esquina por esquina. Cuadra por cuadra. Plaza por plaza. Almacén por almacén. Carbonería por carbonería. Siempre tronando contra las injusticias del sistema. Siempre defendiendo a inmigrantes, obreros, trabajadores víctimas de la violencia policíaca del régimen de la república conservadora. Noches enteras esperando en la vereda de una comisaría a “que estos esbirros suelten a mis socialistas”. Tan inmenso orador que hoy, cuando uno lee sus discursos, hay espacio para la emoción. Para sentir nostalgia por políticos de su talla, su textura moral e intelectual. De su entrega a la docencia. A fundar bibliotecas. A visitar “mis conventillos” de La Boca. Llevando un remedio. O ropa. O enseñando a leer en rueda grande de patio a “estos mozalbetes recién llegados” de Italia. O de España. O de donde fuera. Ese barrio de La Boca que lo hizo diputado socialista en 1904. El primer diputado socialista de Latinoamérica. Diputado cuya imagen con mostachos negros –engominados– quizá aún siga colgada en un bar situado en una colorida carretera de Bogotá, “colgada por mi padre, mis tíos… españoles y socialistas… sí, sí, aquí somos socialistas, socialistas de don Alfredo Palacios”, le dijo hace más de 30 años el dueño del local a quien escribe estas líneas. Sí, así fue Alfredo Palacios. Más de medio siglo como parlamentario. Mentor intelectual de mucho de la legislación social que distinguió a la Argentina durante décadas. Un político que libró mil batallas. Como la descubierta noches atrás, en una librería “de viejo” –de libro viejo– de la avenida Corrientes. Un apasionante ensayo sobre la educación universitaria argentina. Un ámbito en el que fue rector de la Universidad Nacional de La Plata. Un espacio que –junto con la UBA– lo tuvo de profesor en Derecho durante más de 35 años. Y en ese libro Palacios dando otro combate. Arremetiendo cual Quijote contra la institución examen. “El examen implica la superficialidad, la ligereza, el sacrificio de las facultades superiores”, sentencia Palacios en “La universidad nueva”. Publicado en 1957, el libro es un intenso recorrido de la experiencia que el líder socialista cosechó en su largo recorrido por la cátedra universitaria que se prolongó hasta comienzos de los 60. La línea argumentativa que sostiene Palacios en su cuestionamiento es sólida. Firme. Solitaria en todo caso ya que sólo encontró un aliado en el jurista y académico Rodolfo Rivarola. Un hombre que sin embargo fracasó en su intento de superar el examen en la enseñanza del Derecho en las universidades de Buenos Aires y La Plata. El triunfo de la burocracia “Lo venció la burocracia que defiende sus posiciones desde la inercia y pereza mental… la burocracia cómoda en su cuna donde sólo hay aspiración de nada nuevo”, escribió otro estilete filósofo del socialismo argentino: Carlos Sánchez Viamonte. Volvamos a Palacios. A su desplume, a su arremetida contra la institución examen. • “El examen –dice– responde como lección de cada día a un criterio del método didáctico según el cual el objeto de la enseñanza sería el alcanzar el mayor desarrollo de la memoria, sin asimilación mental alguna y excluyendo los hábitos de la investigación, de análisis, de juicio, de crítica”. • Recuerda entonces Palacios la “Memoria” que Rivarola elaboró en lo que sin duda fue el primer documento a escala universitaria que puso bajo opinión la institución examen. Data de 1906. Sostiene Rivarola que vía hacer del espíritu crítico una herramienta esencial de la enseñanza, la memoria “entrará” en el ciclo formativo “con el valor de lo positivo de ser un instrumento utilísimo, indispensable, pero como un solo y mero instrumento auxiliar en la función conjunta y compleja de todo el trabajo mental de adquisición de la ciencia”. Remata entonces Palacios en tren de reforzar el argumento de Rivarola. Apela a un aún hoy célebre debate que se dio en la década del 10 en el Consejo Superior de Instrucción Pública de Francia, donde Julien sostuvo que “La memoria es un admirable instrumento de trabajo, pero sólo un instrumento al servicio de las cualidades magistrales del profesor, que son el espíritu crítico, la lógica y el método”. • Y así, en su intensa carrera destinada a desalojar a los “mnemónicos” del claustro universitario, Palacios apela incluso a argumentaciones que llegan desde pliegues ideológicos que no comparte pero que le resultan “exquisitos”, palabra con la que solía definir “algo que está muy bien concebido”. Y encuentra entonces sostén en el polémico Gustavo Le Bon, fundador de una sólida interpretación de la conducta de las masas. “¿Qué pueden valer –sostiene Le Bon– para la instrucción y educación de la juventud profesores preparados por los métodos universitarios, es decir, por el estudio exclusivo de los libros? Su memoria se ha agotado a consecuencia de esfuerzos sobrehumanos ejercitados para aprender de corrido lo que está en los libros, las ideas de otros, las creencias de los demás, los juicios ajenos. De la vida no poseen la menor experiencia, ya que nunca han tenido que poner a prueba su iniciativa, ni su voluntad ni su discernimiento. Ignoran el medio de hacerse comprender por la persona que deben dirigir, los móviles que pueden obrar sobre ella y el modo de manejar estos móviles”. • Advierte sí Palacios que apelar al argumento de Le Bon puede ser interpretado –como lo fue mucho de su tarea intelectual– como extremo. Irreductible. Pero le sirve al líder socialista “Ante tanto daño hecho por los mnemónicos” (así define a quienes defienden la cultura del examen). Cita luego a Max Müller, pedagogo de Oxford: “En mi universidad, el placer del estudio ha acabado; el joven no piensa sino en el examen”. • Esta sentencia entonces le sirve a Palacios para afirmar que el examen se transformó en algo más que un hábito: Es una práctica de cierta “especie de deporte, sólo que dirigido no a desarrollar sino a atormentar al discípulo, al cual no se le pide ya que aprenda cosa alguna, en realidad, sino que la retenga en la memoria hasta que se pregunte en el gran día. Para el examen el estudiante tiene a su disposición apuntes y todo su trabajo consiste en aprenderlo más o menos de memoria, halagando al profesor con el recitado de sus opiniones, si es que las tiene”. • En el cuestionamiento a la cultura del examen Palacios va y viene en su libro advirtiendo que el profesor se ha convertido, de hecho, en cómplice de aquel sistema. Le imputa lo que bien puede definirse como haraganería mental. Lo responsabiliza de no reaccionar en contra de un método –el mnemónico– que daña al estudiante. Anclando en mucho de los contenidos intensamente revulsivos con que desde la primera década del siglo se iba modernizando la pedagogía en la vida universitaria alemana, Palacios señala que en la Argentina debe asumirse la línea rectora de ese movimiento: “La que impulsa el profesor Paulsen y que parte de definir el examen como ‘debilitamiento del espíritu de independencia y responsabilidad personal’ del conjunto de una comunidad universitaria”. Inmediatamente acota Palacios: “El profesor que tiene a su cargo una materia, exclusivamente dedicado a lecciones orales, olvida por completo que la universidad debe ser un centro de investigación científica y se concreta a preparar alumnos para la prueba final, a enseñarles lo que deben contestar en el examen”. • Sustentando sus opiniones en esta realidad, para Palacios el aula universitarias ha devenido en “la nada”. No hay debate. No hay opinión. Todo llega desde arriba y enlatado. Y mucho menos hay investigación sostenida en observación, reflexión, espíritu crítico. “La prueba de que las cosas suceden así la he obtenido en el ejercicio de mi cargo de decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales (UNLP). Al iniciar mis tareas existía una ordenanza en virtud de la cual los alumnos no podían ser examinados sino sobre los temas tratados en clase. Pedí y obtuve la derogación de esa ordenanza. Posteriormente se discutió en el Consejo la implantación del sistema de ‘bolillero’, que apasionó a los grupos de estudiantes. Sorprendido de que un asunto de tan poca importancia agitara tan intensamente, inquirí la razón y supe que algunos profesores, no obstante la derogación de la ordenanza a que me he referido, sólo preguntaban en los exámenes lo que habían explicado en clase, es decir, se concretaban a preparar para el examen. O sea, el bolillero hubiera perjudicado a los alumnos”. • Distante a asumir su batalla contra el examen nada más que desde el diagnóstico, en su libro “La universidad nueva” Palacios formula un rosario de propuestas destinadas a mejorar la exploración del saber de los alumnos. Propuestas que sintetiza luego en dos líneas: crear el hábito de investigar sin importar el almacenamiento estéril de conocimientos. Con los años reconocería –en entrevista para el semanario “Qué”– que había fracasado en su lucha contra la institución examen. –Me ganaron los bobos, los que nivelan hacia abajo, los superficiales… los que viven trabando el progreso. Me ganó esa gente que cree que porque algo siempre se “hizo así” hay que seguir “haciéndolo así”. Me derrotaron los que no sienten la vida universitaria como estímulo para la creación… me derrotaron los “doctores” que aman los títulos como culminación única de la universidad… me ganaron los “hombres dóciles” que denunciaba Joaquín V. González. Me ganaron los haraganes… los hombres “mediocres” que desvisceró José Ingenieros… me ganó lo espurio pero poderoso… En otros términos, a Alfredo Palacios le ganó la Argentina que tanto amó. Pero que no pudo mejorar.

CARLOS TORRENGO carlostorrengo@hotmail.com


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