Bioenergía en Brasil

HECTOR CIAPUSCIO

Especial para «Río Negro»

A fines del 2005 se realizó en Brasilia la Tercera Conferencia Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación en la que 2.138 funcionarios, investigadores y empresarios se congregaron con la decisión de aproximar las comunidades académicas con los sectores de la producción y el gobierno (siempre el triángulo de nuestro Jorge Sábato como esquema estratégico).

De la enorme cantidad de datos que recoge la crónica de este congreso reunido según la invitación de «Brasil tiene que hacer lo que hizo Corea hace 20 años, asociar las políticas industriales a las de ciencia y tecnología», voy a referirme sólo a uno de los campos analizados en las publicaciones, el de la bioenergía –aprovechamiento de biomasa como fuente alternativa– un tema de viva presencia en el mundo en estos meses de entrada en vigor del Protocolo de Kyoto, explosión de los precios del petróleo y advertencias preocupantes sobre su disposición futura.

Cabeza de las deliberaciones en el sector fue una conferencia a cargo de Alan MacDiarmid, premio Nobel de Química 2000 quien, reconociendo a Brasil como «el líder mundial en Bioenergía», formuló propuestas de colaboración científica desde el Norte para incrementar ese liderazgo.

Actualmente las exportaciones de alcohol de caña de azúcar ascienden a más de 2 mil millones de dólares y por su efecto reducidor del deterioro ambiental varios países grandes, como Japón, encaran su empleo. En Brasil, donde el proceso de desarrollo costó alrededor de 40 mil millones, ahora crece velozmente la elaboración del producto y cada vez se produce mayor cantidad de automóviles adaptados a su consumo. El gobierno ha anunciado un programa de aumento de la proporción en el diesel que no sólo permitirá reducir importaciones y mejorar el medioambiente sino que también resultará en la inclusión social de poblaciones de áreas pobres y crecimiento de los puestos de trabajo en centenares de miles.   

 

Los orígenes y una lección

 

Hace veinte años, en 1986, vino a Buenos Aires para brindar una disertación en el INTAL el secretario de tecnología industrial brasileño J. W. Bautista Vidal, el pionero de este éxito nacional a quien ahora se lo reconoce como «O pai (el padre) do Proalcool».

Un repaso de algunas notas tomadas entonces es útil ahora para mostrar algo de lo que ha sido el origen del desarrollo de la bioenergía en el país vecino.

El profesor Vidal, formado en Stanford, constituyó en su país en 1974 y en medio de la crisis energética mundial que había explotado el año anterior, un grupo con las mejores cabezas en problemas de energía que, aparte de los resultados que iba obteniendo Petrobras con la exploración de la plataforma submarina, coincidían en que el futuro del Brasil no estaba en el petróleo sino en el potencial contenido en la biomasa. Cuando analizamos el caso de Brasil, refirió, llegamos a números impresionantes sobre la cantidad de energía solar que se depositaba en un día sobre su territorio, «equivalente a todas las reservas de petróleo que se han descubierto hasta hoy en el mundo». Se preguntaron por qué no se había enfocado en este potencial y se seguía importando petróleo («120 mil millones de dólares en los últimos once años»).

Sencillamente, se respondieron, porque el país había basado el proceso de desarrollo –en particular desde la presidencia Kubitschek y el ímpetu de la industria automovilística– en paquetes tecnológicos importados desde las zonas frías y templadas del hemisferio Norte cuya única posibilidad era utilizar el combustible fósil para su crecimiento económico.

El panorama mundial, en el que alternativas como la nuclear se habían apagado luego del accidente de Three Mile Island, los obligó a mirar hacia adentro. Nos percatamos, dijo, de que no sólo podíamos ser autosuficientes en energía sino que éramos uno de los países más ricos del mundo en potencial energético desde que disponíamos de condiciones ecológicas ideales para captar gran parte de la energía depositada en el territorio por el sol.

Las plantas no sólo captan la energía solar sino que también la fijan en almidones, azúcares y celulosas, en hidratos de carbono en general y de una manera eficaz. Las condiciones de suelo, clima y humedad del Brasil, como de varios países iberoamericanos, ofrecen parámetros ideales.

Con tal perspectiva se dedicaron a construir la capacitación tecnológica necesaria para aprovechar esa inmensa disponibilidad energética. Realizaron un esfuerzo gigantesco con el «Programa Alcohol». En menos de cinco años llegaron a tener 1.300 investigadores en más de cien proyectos. Empezaron con el almidón de mandioca como materia prima porque el azúcar tenía en 1974 buen precio internacional. Pero a principios de 1976 el precio del azúcar cayó de 1.600 dólares a 120 y entonces la poderosa industria azucarera «se le vino encima del Programa Alcohol pero el gobierno, sabiamente persuadido de que no se deben mezclar alimentos con energía, sólo permitió que el 20% del bagazo se utilizara para etanol».

Concluyó aquella conferencia el profesor Vidal refiriendo que el Brasil de entonces –recordemos que hablaba en 1986– había ya invertido en el programa 6 mil millones de dólares y ahorrado 15 mil millones en divisas.

En esta industria estaba por delante de cualquier país desarrollado. «Nuestra tecnología está más adelantada por la sencilla razón de que nosotros la hemos hecho y los otros no. Y no hubo genios en esto, hubo hombres decididos a hacerlo. Este es el único secreto.

Nuestros pueblos tienen todas las condiciones para ser los autores de su propio desarrollo tecnológico. Lo de la incapacidad es puro mito; cuando se quiere hacer, decididamente se hace».


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