Biografía autorizada de una virgen
Por Jorge Gadano
A metros del zócalo de Coyoacán una cantina, de fama hace años entre algunos de los muchos intelectuales que habitan la capital mexicana, lucía un cartel que decía «prohibida la entrada a mujeres, uniformados, menores y perros». La veda a las mujeres fue levantada, pero es dudoso que alguna quiera entrar a ese antro oscuro y saturado de vapores de tequila y de decibeles generados por el ruido de dados y fichas de dominó. La cantina, ubicada en la calle de la Higuera, lleva, sin embargo, el nombre de una mujer: se llama La Guadalupana.
Hace un par de décadas, cuando la cantina vivía en su esplendor machista, algunos fieles fanáticos creyeron ver un perfil de la famosa Virgen de Guadalupe en una mancha de humedad que había aparecido a la vuelta de la cantina, sobre un muro de la catedral de la Villa de Coyoacán. Con el tiempo y la ayuda del sol, la mancha desapareció. Pero, de todas maneras, el nombre de la cantina y la mancha milagrosa evidencian la devoción popular que encuentra el culto de la Morena mexicana.
El mes pasado, la clerecía de estas provincias paseó por sus templos una imagen de la santa que, con la llegada de Hernán Cortés a Tenochtitlán, reemplazó a la diosa Tonantzin de los aztecas en el cerro del Tepeyac.
Uno de los mayores historiadores de Indias, fray Bernardino de Sahagún, escribió en su «Historia General de las Cosas de la Nueva España» que en el Tepeyac, donde se levantó la primera capilla de la Virgen de Guadalupe, los aztecas «tenían un templo dedicado a la madre de los dioses, que llaman Tonantzin, que quiere decir nuestra madre; allí hacían sacrificios a honra de esta diosa y venían a ellos de muy lejanas tierras, hasta más de veinte leguas, de todas estas comarcas de México, y traían muchas ofrendas; venían hombres, mujeres, mozas y mozos a estas fiestas; era grande el concurso de gente en esos días y todos decían ¡vamos a la fiesta de Tonantzin!; ahora que está allí edificada la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, también la llaman Tonantzin».
Se sospecha, por lo tanto, que así como la imponente catedral de la capital mexicana fue edificada sobre las ruinas del templo mayor de los aztecas, también se aprovechó el culto de Tonantzin para fundar el de la virgen guadalupana. Claro que, a este fin, hacía falta un milagro.
La leyenda dice que el milagro se produjo en 1531, cuando la Virgen María se le apareció al indio Juan Diego, quien pasaba por el Tepeyac, y le pidió que le hicieran un templo en ese lugar. Algo bastante parecido había sucedido dos siglos antes en Extremadura.
El indio llevó la novedad al obispo Juan de Zumárraga, quien, desconfiado, le pidió alguna prueba. Juan Diego vuelve con la respuesta a la Virgen, la que le manda a cortar algunas flores que, llevadas a Zumárraga, resultan ser rosas de Castilla, que no existían en la región. Ya estaba el milagro hecho, pero por si no alcanzara pasó que, al desplegar el indio la manta que envolvía las flores, «se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac». Fueron éstas palabras del obispo, presentado así, en lugar del indio, como testigo principal del gran milagro, que había sido el de la pintura y no el de las rosas. De otra manera, y tal cual lo advierte el mexicano Luis González de Alba (revista Nexos, número 266), se habría limitado a decir, por ejemplo, «qué bella imagen traes pintada allí, hijo mío». O bien: «¿Tú te dedicas a la pintura?»
El caso es que Zumárraga no creía demasiado en los milagros. Unos años después de la visita de Juan Diego publicó un catecismo llamado Regla Cristiana, en el que decía a los fieles: «Ya no quiere el Redentor del Mundo que se hagan milagros, porque no son menester, pues está nuestra Santa Fe tan fundada por millares de milagros como tenemos en el Testamento Viejo y Nuevo». Debía saber el clérigo que el mito de la Guadalupe había sido traído de España por Hernán Cortés junto con los caballos, la rueda y la sífilis. Se debe tener en cuenta que el conquistador era de Extremadura, la región que acunó a la primera versión guadalupana.
¿Por qué esa importación, cuando la nueva aparecida podía llamarse del Tepeyac, como las de Lourdes y Fátima llevan el nombre de los lugares donde se hicieron ver? Una carta del virrey Enríquez al rey, fechada en setiembre de 1575, asegura que se le puso ese nombre «por decir que se parecía a la Guadalupe de España».
El investigador Jacques Lafaye, citado por González de Alba, termina de develar el misterio al descubrir la cédula real que ordenaba enviar al monasterio de la Guadalupe extremeña las limosnas recogidas donde hubiera copias de esa imagen. De modo que la «mexicanización» pudo obedecer al deseo de que las limosnas quedaran en la Nueva España.
La polémica se instaló en la capital virreinal cuando el sucesor de Zumárraga, fray Alonso de Montúfar, predicó que la Virgen local hacía milagros. Por los franciscanos, entonces erasmianos y, por lo tanto, enemigos del culto a las imágenes, le contestó fray Antonio del Huete -por avalar milagros no comprobados- así como el provincial de la orden, fray Francisco de Bustamante.
Este habló del esfuerzo de los evangelizadores dirigido a que los indios no creyesen en imágenes de piedra y palo, y afirmó que «venir ahora a decirles a los naturales que una imagen pintada ayer por un indio llamado Marcos hacía milagros, era sembrar gran confusión y deshacer lo bueno que se había plantado». No dejó de quejarse por el destino de las limosnas recogidas en la ermita del Tepeyac.
El debate eclesiástico, que lleva siglos, llega hasta hoy. Según González de Alba, la popularidad de la Virgen ha crecido gracias al estímulo mediático del grupo Televisa y del papa Juan Pablo.
También, en correspondencia, aumentaron la pobreza y la marginalidad. Sólo una voz eclesial, la del obispo de Tamaulipas, Eduardo Sánchez Camacho, aportó en 1895 alguna claridad: dijo que el culto guadalupano «constituye un abuso en perjuicio de un pueblo crédulo y en su mayoría ignorante».
A metros del zócalo de Coyoacán una cantina, de fama hace años entre algunos de los muchos intelectuales que habitan la capital mexicana, lucía un cartel que decía "prohibida la entrada a mujeres, uniformados, menores y perros". La veda a las mujeres fue levantada, pero es dudoso que alguna quiera entrar a ese antro oscuro y saturado de vapores de tequila y de decibeles generados por el ruido de dados y fichas de dominó. La cantina, ubicada en la calle de la Higuera, lleva, sin embargo, el nombre de una mujer: se llama La Guadalupana.
Registrate gratis
Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento
Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora
Comentarios