Breve historia de un malentendido

Pronto hará un año de la convalecencia de Fidel Castro y este interregno, que aspira a la perpetuidad, ha provocado un intenso debate sobre el legado político de quien gobierna Cuba desde hace medio siglo. Debate intenso, decíamos, en vida del caudillo, pero que ha tenido lugar en la opinión pública internacional, no en la isla, donde sólo se publican alabanzas del comandante en jefe. En el último año, la literatura sobre Fidel Castro se ha reproducido a toda velocidad: han aparecido libros favorables, críticos y a medio camino entre ambas posiciones, como los de Ignacio Ramonet, Norberto Fuentes, Brian Lattel, Alain Ammar y Volker Skierka, y se han reeditado biografías recientes como las de Serge Raffy, Leycester Coltman, Robert E. Quirk y Claudia Furiati.

Quien se tome el trabajo de leer toda esa literatura biográfica deberá suscribir la premisa de que la figura de Fidel Castro está muy lejos de generar el positivo consenso que la prensa habanera le atribuye. El legado de un individuo que ha gobernado tanto tiempo una nación tiene a la fuerza que provocar enconadas disputas. Para permanecer en el poder durante cinco décadas se requiere de muchos colaboradores leales y, también, de muchos simpatizantes en el mundo. Pero semejante record, en la política autoritaria occidental, no se logra sin una buena cantidad de víctimas. La «revolución» y el «socialismo», como decía el Che Guevara en un texto referencial, es una «carrera de lobos, en la que solamente se puede llegar a la meta sobre el fracaso de otros».

La inevitable disputa por el legado de Castro, en vida de Castro, resulta incómoda a muchos de sus defensores académicos. Una forma recurrente de cancelar dicho debate, sobre todo, en medios universitarios de Estados Unidos y Europa, es considerar al político cubano como un estadista «clásico» de la historia latinoamericana. ¿Qué significa ser un político clásico de alguna región del mundo en una época determinada? En el sentido representativo del término «clásico», es evidente que Fidel protagonizó hitos de la historia de América Latina en la segunda mitad del siglo XX, como la insurrección contra Batista, Bahía de Cochinos en 1961, la Crisis de los Misiles en 1962, la proliferación de guerrillas en el continente, la sovietización de los años 70 y 80 o la desovietización de los 90. Pero «clásico», además de representativo, significa fundacional, creador de un Estado nacional o, al menos, de un modelo político influyente y perdurable. En cuanto a lo segundo, digamos que, a pesar de su poderosa y todavía vigente influencia ideológica en la izquierda latinoamericana, el sistema político de la isla no ha sido demasiado innovador en términos institucionales, si se le coteja con el stalinista que aparece en la Constitución soviética de 1936. Dicho régimen ni siquiera ha sido reproducido por ninguno de sus aliados en el último medio siglo: ni por Allende o los sandinistas, ayer, ni por Chávez, Morales o Correa, hoy. En cuanto a lo primero, habría que comenzar por repetir una obviedad que, paradójicamente, no es admitida en muchos círculos académicos de los Estados Unidos y Europa: Fidel Castro no es el creador del Estado nacional en Cuba.

Las ciencias sociales en las democracias avanzadas se relacionan críticamente con sus respectivos gobiernos. Es natural que una personalidad latinoamericana como Fidel Castro, quien se presenta como «enemigo» de la democracia y el mercado occidentales y, a la vez, como «víctima» del imperio, sea tratada con mezcla de condescendencia y paternalismo por sectores académicos e intelectuales del Primer Mundo. Lo que sí resulta inadmisible, a estas alturas del conocimiento histórico, es que a Fidel se le considere creador de un Estado nacional, como si antes de 1959 la isla hubiera sido una colonia o un protectorado norteamericano o como si antes de Castro la república cubana hubiera carecido de sus propios fundadores: José Martí, Máximo Gómez, Enrique José Varona, Tomás Estrada Palma, Manuel Sanguily o Juan Gualberto Gómez, por ejemplo.

En otros países latinoamericanos, como México o Argentina, importantes políticos del siglo XX, como Lázaro Cárdenas o Juan Domingo Perón por ejemplo, no opacaron a políticos que los precedieron en el siglo XIX o XX, como Benito Juárez, Emiliano Zapata, Domingo Faustino Sarmiento o Hipólito Yrigoyen. En Cuba, sin embargo, el liderazgo de Castro parece borrar toda la experiencia política anterior y su figura apenas se relaciona con José Martí, en tanto profeta de la Revolución de 1959. ¿Cuál es el origen de esta tábula rasa? La explicación se halla no sólo en un liderazgo tan prolongado sino en el «renacimiento nacional» propuesto por aquella revolución en su momento de mayor popularidad nunca antes, ni siquiera en 1898, la isla había desatado tantas pasiones y en el equívoco que, a partir de entonces, ha reproducido buena parte de la opinión pública mundial.

La idea de «malentendido», utilizada por Siegfried Kracauer en sus estudios sobre la literatura y el cine alemanes, puede servir para captar el efecto distorsionante que ha tenido el gobierno de Fidel Castro para la memoria histórica y la cultura política de la isla. En 1958, los cubanos padecían un régimen autoritario, iniciado seis años atrás con un golpe militar que interrumpió el ciclo constitucional, pero Cuba no era una colonia de Estados Unidos. Desde 1902, en Cuba existían instituciones republicanas un Congreso, una Corte Suprema, gobiernos provinciales y desde 1934 se había derogado la Enmienda Platt, que limitó la soberanía de la isla durante las primeras décadas poscoloniales. Cuba comerciaba entonces con decenas de países y la dependencia del mercado azucarero norteamericano, como reconocía por entonces el historiador Ramiro Guerra, era cada vez menor.

Sí, Meyer Lansky operaba en la isla; había casinos y prostíbulos, latifundios y compañías, pero de ahí a afirmar, como Vijay Prashad en su libro «The Darker Nations. A People's History of the Third World» (2007), que Fidel Castro derrocó una dictadura establecida por Washington y la mafia, como si un político tan astuto como Fulgencio Batista y sus muchos partidarios en la isla fueran simples marionetas, es convertir el malentendido en ficción. Para refutar dicho equívoco no habría que remitirse al excelente libro de Frank Argote-Freyre, «Fulgencio Batista. From Revolutionary to Strong Man» (2006), sino al propio texto «La historia me absolverá» (1954) del joven Fidel Castro. Allí Fidel no habla nunca de Cuba como colonia, ni siquiera como neocolonia, un término que en los años 40 y 50 había caído en desuso entre los historiadores cubanos. Habla, sencillamente, de una nación soberana que ve perturbada su vida democrática por una dictadura militar:

«Les voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades; presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos y en el pueblo palpitaba el entusiasmo».

Es significativo, por no decir trágico, que políticos que presumían de patriotas y nacionalistas, y que llegaron al poder gracias a su defensa de aquella república prebatistiana, tan pronto como en 1960 estuvieran dispuestos a sostener que antes de ellos sólo hubo en Cuba políticos vendidos y corruptos. Así, en los primeros meses de aquel año, llegaron a La Habana Jean Paul Sartre y Charles Wright Mills y, sin haber leído a Ramiro Guerra o a Fernando Ortiz, se reunieron con los jóvenes y seductores Fidel y el Che, escribieron ensayos con títulos como «Huracán sobre el azúcar», gritaron a los cuatro vientos que Cuba había sido, hasta enero de 1959, una colonia azucarera de Estados Unidos y media humanidad les creyó. En la soberbia de aquellos jóvenes, y no en los libros de historia de Cuba, hay que encontrar el origen del malentendido y la impunidad con los que se jugó al renacimiento de una nación en el Caribe.

Tanta difusión ha tenido el equívoco en la opinión pública de las democracias occidentales y en las academias humanísticas del Primer Mundo que hoy muchos intelectuales de Estados Unidos se relacionan con Cuba como si la isla fuese, en verdad, una ex colonia norteamericana, fundada como nación moderna no por Martí en el siglo XIX sino por Fidel Castro hace apenas unas décadas. En esas versiones de la historia contemporánea de Cuba que tanto abundan en las más prestigiosas universidades del planeta y que lo mismo reproducen académicos altermundistas como Noam Chomsky que escritores refinados como Gore Vidal, el gobierno de Fidel Castro termina siendo un producto idiosincrático de la política caribeña, una manera «cubana» de hacer política autóctona, que debe ser defendida con pasión frente a quienes desean la democratización de la isla. Para esos intelectuales como para el propio gobierno cubano, democracia es sinónimo de colonialismo.

 

RAFAEL ROJAS (*)

El País Internacional

(*) Historiador cubano, exiliado en México, premio Anagrama de Ensayo por «Tumbas sin sosiego».


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