Cambio climático: ciencia y política
Por Tomás Buch, Jorge Gil y Octavio Gorraiz (*)
En las últimas semanas se ha desatado en el mundillo de los que se ocupan del cambio climático y sus implicancias geopolíticas y económicas una polémica que ilustra muy bien la naturaleza de lo que está en juego y muestra ciertas luchas que parecen académicas, pero son mucho más que eso.
El calentamiento global es uno de los temas ambientales más preocupantes por sus efectos en el mediano plazo. Es un hecho aceptado por todos que la temperatura media de la Tierra está aumentando, aunque el monto del incremento es tema de debate, así como sus causas. No hace muchas décadas que existen mediciones de suficiente precisión como para poder calcular siquiera este tipo de promedio global. Si bien en algunos puntos del planeta se han medido temperaturas ambientes y varias otras variables meteorológicas desde hace mucho, otras han sido inaccesibles. Las temperaturas varían de los polos al trópico, del día a la noche y del invierno al verano entre límites muchas veces mayores que los sutiles cambios predichos. En Siberia y en la Antártida se miden temperaturas de -60ºC y en el desierto de Arabia de +50ºC. Entre el día y la noche, entre invierno y verano, de un día a otro, es evidente que promediar todo sobre el tiempo y el espacio no es fácil. Pero los hielos retroceden en todas partes. A pesar de todas las incertidumbres, hay fuertes evidencias de que el aumento de temperatura producido durante el siglo XX ha sido el mayor de todo el milenio. De todos modos se considera un hecho probado que, en el próximo siglo, la temperatura media de la Tierra crecerá.
La magnitud del aumento pronosticado depende de los detalles del modelo empleado, pero las predicciones van de 1,4ºC a 5,8ºC. Puede llamar la atención que este aumento no se pueda precisar mejor. La cifra verdadera es muy incierta: no es lo mismo que la realidad esté en uno de los extremos que en el otro. Esa incerteza es uno de los argumentos que alimentan el debate.
El cambio del clima global es un fenómeno de enorme importancia para toda la humanidad. Las modificaciones que se pueden producir en el clima de las diversas zonas de la Tierra han sido descriptas en tonos alarmantes por todos los medios de difusión y, aunque con sustento científico no suficientemente probado, se le atribuyen muchas de las alteraciones que se observan aun hoy: los «Niños» y «Niñas» inusualmente extremos, las inundaciones, sequías, huracanes y lluvias desacostumbradamente intensas, y la asombrosa desintegración de la enorme plataforma de hielo Larsen B en la Antártida, ya han causado estragos en muchas poblaciones humanas. Las consecuencias inmediatas son evidentes. Las menos inmediatas son previsibles: cambios en las zonas de mayor valor agrícola, disminuciones en las cosechas, variaciones en la altura de las napas freáticas, anegamiento o desaparición de regiones costeras bajas. Se verán afectadas poblaciones de millones de humanos y tal vez deban reubicarse ciudades enteras.
El impacto será, sin duda, enorme
El aumento de la temperatura global será una respuesta del sistema, tanto a los fenómenos naturales como a los efectos de las actividades humanas. La gran pregunta es: ¿puede la humanidad hacer algo ante estos fenómenos? y si puede, ¿qué debe hacer y quién debe hacerlo?, ¿a qué costo? y ¿quién debe pagar esos costos? Allí es donde se ponen de manifiesto varios aspectos del problema.
Aquí dejaremos deliberadamente de lado las obras de mitigación que puedan hacerse para enfrentar los efectos del cambio climático, para concentrarnos en lo que se puede hacer para prevenir que los cambios se produzcan o se agraven. Por de pronto, es importante saber en qué medida estos cambios se deben a las actividades humanas y de cuáles son esas actividades, para analizar si vale la pena modificarlas. Si lo que hacemos los humanos sólo afecta el clima en medida escasa, no somos los causantes de fenómenos naturales desusados, y podemos limitarnos a la mitigación, dentro de nuestras posibilidades. Tal vez, en ese caso, no valga la pena hacer grandes esfuerzos y gastos para lograr cambiar nuestros modos de actuar o nuestro estilo de vida, en pos de lograr solamente efectos menores. Si en cambio las alteraciones son debidas en fuerte medida a las actividades humanas, se necesitará modificar actitudes y hacerlo de inmediato.
Los culpables de agravar el calentamiento global son los «gases de efecto invernadero», en especial el anhídrido carbónico, gran parte del cual proviene de quemar enormes cantidades de combustibles fósiles para generar energía eléctrica y para mover nuestros vehículos. Entonces hay algo que podemos realizar de inmediato: disminuir las emisiones de esos gases, ahorrando energía y empleando fuentes que no los producen. Y si lo podemos hacer, no hacerlo nos genera una insoportable deuda moral con nuestros descendientes. En esta conclusión se basó el Tratado de Kyoto, firmado en 1997 y recientemente denunciado por el gobierno de los EE. UU. bajo Bush.
Reformular las actividades humanas para lograr disminuir las emisiones de gases que generan el efecto invernadero cuesta dinero, muchísimo dinero. No solamente los países ricos deberían efectuar cambios importantes en su estilo de vida, sino que los países pobres verían alterado su ritmo y su estilo de desarrollo. Hay que cambiar fuentes de energía que emplean carbón, petróleo o gas por centrales hidráulicas, solares, eólicas o nucleares; se deben reemplazar muchas tecnologías industriales por otras que consuman menos insumos y energía; reemplazar el transporte individual por el colectivo; ahorrar energía aislando mejor nuestras casas. Hay que evitar el enorme derroche que implica el estilo de vida de los países desarrollados, incorporando un cambio cultural que promueva la utilización de la energía de una forma racional.
Pero antes de comprometerse a efectuar cambios tan costosos y dolorosos, quisiéramos estar seguros de que hacerlos vale realmente la pena, y allí es que la cosa se complica y empieza la puja de intereses. Los factores que influyen sobre el clima son numerosos y la mayoría de ellos no depende de la actividad humana.
El clima es el producto de una interacción compleja entre la atmósfera, los océanos, la superficie terrestre y los hielos continentales y marítimos. Uno de los factores de cambio es cierto aumento en la actividad solar. Otro es el efecto de las nubes, a la vez negativo y positivo. La atmósfera y los océanos configuran un sistema de tal complejidad y los modelos matemáticos empleados para describirlos aún adolecen de grandes errores.
Según algunos, la influencia de la actividad humana sobre el aumento de la temperatura media de la atmósfera proyectado para fines del siglo XXI no puede demostrarse «más allá de una duda razonable». Los modelos matemáticos que se emplean para analizar los millones de datos que se recogen a diario en todo el mundo son cada vez más complejos pero, a pesar de ello, aún es muy difícil predecir el futuro clima con una buena precisión y, también, determinar con cierta seguridad el efecto de cada uno de los factores que influyen sobre él.
De ahí el gran margen de error que aún afecta los resultados.
Entonces es cuando entran en juego las interpretaciones interesadas y las presiones y, en el calor de un debate que ya deja de ser científico, la veracidad científica se pierde entre los argumentos interesados. La anécdota es la siguiente. En el contexto de las Naciones Unidas existe una organización científica específicamente dedicada a monitorear el clima global, que hace recomendaciones a los responsables de tomar las decisiones políticas: es el Panel Internacional para el Cambio Climático (IPCC). Hace unos meses, B. Lomborg, un ex dirigente de Greenpeace apóstata, publicó un libro en el que renegaba de su anterior militancia y afirmaba que la mayoría de las afirmaciones catastróficas sobre el «estado ecológico del mundo» eran erróneas o, por lo menos, exageradas. Esto se aplicaba, entre otras, a las predicciones acerca del impacto de la actividad humana sobre el calentamiento global, hechas con seguridad creciente por el último informe general del IPCC. De inmediato, los científicos de ese panel salieron a defenderse, especialmente a través de la revista Scientific American (Investigación y Ciencia, en español). Se entabló entonces un duelo escrito que no ha terminado, en el cual los proyectiles son datos estadísticos, pero el verdadero objetivo de la batalla es la justificación de la actitud estadounidense de no cumplir con los objetivos del acuerdo de Kyoto, que obligaba a los países desarrollados a disminuir sus emisiones de gases de invernadero. Al ser EE. UU. el mayor emisor de anhídrido carbónico (20% del total en 1998), esta actitud del gobierno de Bush puso en riesgo la continuidad y sobre todo la efectividad de los acuerdos alcanzados para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.
Esta batalla tal vez coincida con otra, esta vez claramente política, que se dio hace pocos días en el interior mismo del IPCC: se trata del reemplazo de su presidente, el estadounidense R. Watson y de otros profesionales del IPCC designados bajo la administración de Clinton. Hay fuertes sospechas de que hubo presiones del gobierno de los EE. UU., que habría respondido a su vez a los intereses petroleros. Aún no es claro si, bajo la nueva conducción encabezada por el indio Pachauri, el IPCC adoptará una postura más conservadora, acorde con los intereses puestos de manifiesto por la administración Bush, al renegar de los compromisos adquiridos en Kyoto. Sería de desear que, tal como lo prometió el mismo Dr. Pachauri al asumir su cargo, el IPCC continúe la política de Watson.
Los políticos conservadores que gobiernan hoy los Estados Unidos, y que tienen el respaldo de poderosos intereses, invocan un principio jurídico respetado en los tribunales de justicia: si la culpa del acusado no está demostrada más allá de una «duda razonable», el reo debe ser absuelto. En cambio, los «conservacionistas» argumentan que el efecto antrópico es casi seguramente significativo y que, por lo tanto, hay que actuar, cuanto antes y por lo menos cumplir con los compromisos de Kyoto. Como los temas son tan complejos, aún los especialistas tienen dudas razonables sobre muchas de sus inferencias y por eso el último informe evaluativo del IPCC se expresa sólo en términos de probabilidades.
A pesar de que sea aún imposible saber quién tiene razón, se trata de una verdadera guerra y, como en todas las guerras, la verdad es su primera víctima.
En este caso, la víctima es la ciencia. Como se está viendo en muchos casos específicos, será cada vez más difícil saber más allá de las opciones ideológicas y los intereses corporativos si, tal como parece evidente, el modo de desarrollo en el que la humanidad está embarcada desde hace doscientos años conducirá al mundo a una catástrofe ecológica y humana sin precedentes o si, como nos lo aseguran los que conducen el proceso político mundial, nos dirigimos hacia un futuro venturoso.
El problema es que si la catástrofe ocurre, será demasiado tarde.
(*) Los autores son miembros del Grupo Bariloche para Ciencia y Asuntos Mundiales.
En las últimas semanas se ha desatado en el mundillo de los que se ocupan del cambio climático y sus implicancias geopolíticas y económicas una polémica que ilustra muy bien la naturaleza de lo que está en juego y muestra ciertas luchas que parecen académicas, pero son mucho más que eso.
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