Caos en Copenhague

De tomarse en serio los planteos de los climatólogos más radicales, la humanidad tiene los días contados. Para que tuviera alguna posibilidad de sobrevivir, le sería forzoso reducir drásticamente la población mundial y cambiar por completo la economía. No sólo sería necesario impedir que la industria siga emitiendo dióxido de carbono, el gas que según los más asustados está transformando el planeta en un horno gigantesco, sino también matar a las vacas porque son flatulentas, a carnívoros como los perros cuyo aporte al desastre que se acerca ha sido muy grande y dejar en paz a los árboles, ya que la deforestación está provocando estragos irremediables. Puesto que es inconcebible que los gobiernos de los distintos países acepten regresar a la primera edad de piedra -a esta altura, no bastaría con intentar recrear la neolítica-, sólo nos queda resignarnos a un fin doloroso.

¿Son tan terribles las perspectivas frente al género humano? Lo serían si resultaran ciertas las tesis de los ecólogos más apocalípticos, pero a pesar de que ya son rutinarias las alusiones al «consenso científico», cuando no a «la ciencia», de los presuntamente convencidos de que estamos destruyendo el único planeta que tenemos, muchos especialistas las consideran extravagantes. Aunque los militantes del calentamiento antropogénico han logrado el apoyo de una proporción notable de la elite política y mediática mundial, últimamente han perdido terreno entre personas más humildes porque los más locuaces se asemejan mucho a fanáticos religiosos del tipo que se regodea proclamando que el fin del mundo es inminente porque Dios está muy pero muy enojado con sus criaturas, en esta ocasión no por su conducta licenciosa sino por su negativa a tratar a la madre naturaleza con el respeto debido.

En opinión de los escépticos, el calentamiento global es un mito: señalan que desde hace aproximadamente diez años el mundo se ha enfriado un poquito, algo que, claro está, ha sembrado el desconcierto entre los creyentes más fervorosos. Otros dicen que si bien las temperaturas propenden a aumentar, es cuestión de un fenómeno cíclico que se ha repetido una y otra vez y que de todos modos en la temprana Edad Media la Tierra fue más calurosa que en nuestra época. También hay disputas en torno a la incidencia en el clima de las actividades humanas y por lo tanto de nuestra capacidad para modificarlo. De depender los cambios de lo que está sucediendo en el Sol, la desindustrialización que tantos quieren no serviría para nada, pero si todo se debe al dióxido de carbono y otros gases malignos, reemplazar la economía actual por otra muchísimo más limpia podría salvarnos.

Por ser tan horrendos los presuntos peligros y tan monstruosamente costosas las medidas que a juicio de los entendidos serían necesarias para esquivarlos, fue de prever que la Cumbre sobre el Cambio Climático de Copenhague resultaría ser un aquelarre y los encontronazos que lo han caracterizado serían calificados de caóticos. Para empezar, la habitualmente tranquila capital danesa se vio desbordada por los más de cuarenta mil políticos, funcionarios y periodistas que descendieron sobre ella, dejando lo que los activistas llaman una «huella carbónica» de dimensiones insólitas, además de las hordas de activistas mismos que, como siempre ocurre cuando se congregan los líderes de nuestra especie, provocaron disturbios destinados a forzarlos a comprometerse con medidas a un tiempo contundentes y utópicas. También fue de prever que por ser tan colosales los montos de dinero que está en juego, los representantes de los países más pobres se proclamarían víctimas de las costumbres sucias de los ricos y en consecuencia merecían ser indemnizados.

Sus reclamos son lógicos. Si es verdad que la industria de América del Norte, Europa y el Japón ya ha causado una catástrofe atroz, sería justo que los responsables del crimen de leso planeta así supuesto pagaran por los daños inmensos que provocaron. También es lógica la actitud de los chinos e indios, que insisten en que hay que privilegiar la emisión carbónica per cápita de los distintos pueblos, razón por la que ellos mismos tienen derecho a continuar contaminando la atmósfera sin preocuparse demasiado hasta llegar al nivel por persona alcanzado por los norteamericanos, aun cuando los ecólogos les adviertan que las consecuencias serían calamitosas para todos.

Nadie sabe con precisión cuánto costaría respetar los objetivos propuestos por los gobiernos de los países ricos cuyos voceros hablan de bajar las emisiones carbónicas el veinte, el cuarenta o incluso el ochenta por ciento en las décadas próximas, pero se supone que se mediría en billones de dólares o euros, lo que significaría una caída precipitosa del consumo de los habitantes tanto de los países desarrollados como de los atrasados.

Para los amantes de la vida sencilla los sacrificios exigidos carecerían de importancia y las ventajas serían evidentes, ya que habría menos turistas molestos, menos autos, menos aviones ruidosos, menos polución industrial, pero para los demás sería penoso tener que prescindir de las comodidades que hoy en día se creen apropiadas para una existencia de clase media. Entre los perjudicados estarían muchos activistas que, gracias a la opulencia de las sociedades occidentales modernas, pudieron trasladarse a Copenhague sin pensar en los costos económicos o en el impacto ambiental, pero parecería que es tan ejemplar su altruismo que les encantaría verse condenados a una existencia espartana.

¿Saldrá algo útil de Copenhague? Puede que los presidentes, primeros ministros, monarcas, tiranuelos y así por el estilo que se han reunido firmen un acuerdo de apariencia digna, pero sería asombroso que se concretaran las reformas extraordinariamente ambiciosas que tantos dicen serían necesarias para que el clima mundial deje de cambiar. Es de prever que las emisiones de CO2 sigan aumentando, que los pobres atribuyan todas las calamidades naturales que ocurran en sus países a los ricos y que personajes como Hugo Chávez continúen pasando por alto los desastres ecológicos perpetrados por el socialismo real para culpar al «capitalismo» por todas las desgracias humanas.

Si la temperatura global se niega a aumentar, o si lo hace de manera tan moderada que adaptarse a los cambios sea relativamente fácil, la Cumbre de Copenhague será recordada como un monumento a la histeria colectiva que con cierta frecuencia se apodera de nuestra especie. En vista de la alternativa, es de esperar que ello ocurra.

 

JAMES NEILSON

JAMES NEILSON


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