Casa de naipes

El título de la serie de Netflix “House of cards” puede ser interpretado de distintos modos. Al tratarse de una ficción sobre la vida íntima y pública de un diputado y luego presidente de los Estados Unidos, una de las acepciones posibles es que la democracia norteamericana está construida sobre un encadenamiento de jugadas de póker: trampas, amagos y engaños. Otra, la que quiero utilizar para este artículo, es que toda construcción política en democracia es frágil. Ya sabemos: los presidentes democráticos pueden ser derribados por una nota periodística, por un repentino vuelco de sus aliados, por una alianza de opositores, por una desgracia personal. Y agrego aún más: la democracia en sí misma es frágil. El sistema democrático ha estado siempre en jaque, ya sea por hegemonías que lo desafiaron o por el caos de regiones periféricas. El África, por ejemplo, indiferente a los cambios hegemónicos mundiales, lleva tres cuartos de siglo desangrándose entre guerras tribales, enfermedades infectocontagiosas y corrupción superior al comercio legal. Hasta el ascenso del nazismo al poder, la democracia era un sistema minoritario y vacilante en la mayor parte del planeta. El imperio nazi sometió a buena parte de la humanidad durante al menos cinco años, el stalinismo asoló la Unión Soviética y Europa oriental, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. La guerra fría fue la competencia entre las democracias liberales y el stalinismo represor. Luego de un breve remanso democrático que duró desde la caída pacífica del Muro de Berlín en 1989 hasta el derribo terrorista de las Torres Gemelas en el 2001, el mundo volvió a encontrarse inmerso en una guerra entre la imperfecta libertad y el fundamentalismo criminal, esta vez, el fundamentalismo islámico. Pero la mayor debilidad que padecen las democracias no es la falta de escrúpulos de sus enemigos, sino la falta de conciencia de sus propios líderes e intelectuales. En el último capítulo de la última temporada de “House of cards”, quizás la serie más exitosa de Netflix, y sin duda la más renombrada ficción mundial sobre política, ambos personajes, el presidente y la primera dama, miran de frente al espectador y le revelan que ellos, el primer mandatario norteamericano y su consorte, son los verdaderos responsables de los ataques terroristas de Isis. Literalmente, Francis Underwood dice: “Nosotros creamos el terror”. Una hipótesis similar propuso ambiguamente Cristina Fernández de Kirchner: que el Isis era en parte una ficción y detrás de sus crímenes se hallaban las potencias democráticas occidentales. La mirada al espectador de Francis y Claire Underwood es patética desde el punto de vista ficcional: dan su mensaje, su moraleja, quebrando la verosimilitud del drama. Pero es mucho peor desde el punto de vista político: confunden el sentido de la lucha contra el fundamentalismo islámico hasta el límite de la complicidad. Los atentados de ISIS que acaban de exterminar a más de treinta personas en Bruselas no son una conspiración de la CIA para lograr tal o cual objetivo, son un ataque proclamado de un grupo fundamentalista islámico para derribar las democracias occidentales y reemplazarlas por un califato opresor; comparten sus ideales con la República Islámica de Irán, Hamás, Hezbollah, Boko Haram y Al Qaeda. Hasta que esto no lo entiendan por lo menos los guionistas de “House of cards”, estará ocurriendo algo peor que ir perdiendo la guerra contra el fundamentalismo islámico, y es que ni siquiera comenzaremos a librarla.

Mirando al sur

Marcelo Birmajer


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