Cesaria Evora tiró sus redes y se las llevó llenas
¿Qué pasa por el corazón de una mujer cuando canta? ¿Qué nostalgia nueva se agrega a la natural que es la esencia de un pueblo donde la mezcla de africano y portugués suma y suma mourriña hasta convertirla en morna? Cesaria Evora lo sabe y con la sencillez de un ser humano abierto y permeable lo expone a sus oyentes como una maga que muestra que detrás del pase no hay nada complicado, que todo es fácil. Fue el miércoles a la noche, en el Español de Neuquén.
Y así fue. Con simplicidad de sacerdotisa en plena ceremonia hizo ir y venir al público del ritmo a la saudade, de la alegría a la nostalgia con el mismo y constante ir y venir de las olas de su mar, el de su isla amada.
Con sus diez músicos conformando la banda más rítmica y cadenciosa que hayamos escuchado, con dos guitarras que sonaban como los dioses junto al contraste del cavalquinho, alto y juguetón; con un pianista que dibujaba melodías y se paseaba cómodo por las rítmicas africanas; con un saxo alto que hacía trepar sus notas en el aire vibrante de la sala colmada; con unas congas que sonaban a fiesta y mucha maraca y carraca que hacía el chiquichá incitador, todo estaba bien. Pero de nada hubieran servido todos estos instrumentos si detrás no hubiesen estado los dos violines y el cello, marcando los momento más íntimos, cuando la voz de Cesaria se ponía más ronca y uno sentía que le cantaba directo al oído, como una caricia. Estas cuerdas, que en cualquier banda rítmica hubieran sido algo exótico, aquí tenían un sentido: marcar los momentos casi tangueros de las mornas, esos temas que sólo se pueden explicar si uno sabe la nostalgia que nace del mar, de los puertos que tienen más partidas que llegadas.
En el ir y venir de un momento íntimo a uno rítmico, Cesaria lograba cada vez un aplauso más caliente, hasta que llegó el momento en que el público hizo palmas acompasadas y allí sí, esta mujer de apariencia tranquila, se mostró exultante, casi como si no pudiera creer que en un lugar tan lejano, todos entraran con tanta facilidad en esa red que ella tiraba y recogía, en el tono exacto de sus temas.
Hasta que al fin se encuentran palabras conocidas cuando suena un bolero: «Tuyo es mi corazón» cantado en castellano con acento portugués y la intensidad del momento se subraya con un violín muy romántico que luego se acentúa con la entrada del cavalquinho meloso, dulcísimo.
Casi por el décimo cambio de ánimo, en una reentre de la morna, se vio el mar azul, la nostalgia sumada a la nostalgia hasta convertirse en un lamento donde suenan las vocales cerradas con muchas íes y óes estiradas, arrastradas, y el violín gime y gime y los argentinos nos enganchamos en esa especie de tango con un poco de chiquichá en el fondo, en esa extraña mezcla que subrayan el piano y el llanto del violín, mientras entrevemos que de la garganta sin esfuerzo, Cesaria habla de sufrimiento y de tristeza, y por momentos se seca la traspiración, y vuelve el ritmo y después a la cadencia donde suenan palabras de amor.
Sin posturas, sin divismos, Cesaria no sabe qué hacer en los intermedios donde la banda hace sus plenos musicales. Se rasca una oreja, se frota las subidas mejillas, busca apoyo en sus músicos, hace gestos de alegría, abre los brazos en actitud de entrega al público, balancea su volumen enfundado en un conjunto violeta y cambia su peso de un pie a otro, balancéandose. Por momentos muestra un simple movimiento de caderas y toda la seducción del mundo aparece como una ola que sube desde sus pies descalzos hasta sus pechos voluptuosos que hace un instante la acercaban a la figura de la madre de todos sus músicos pero que ahora la ponen en el lugar de una hembra que sabiamente sabe mostrar sus encantos.
Se fuma un cigarrillo sentada frente al piano mientras la banda suena un momento musical, y después vuelve al ataque con su seducción trepada a la garganta.
Se va y vuelve, y el público, toro acosado por el ardor de la sangre que salta en surtidores por el cuerpo, está a punto de morir en manos de esa banderillera sagaz, que sabe clavar las picas en el lugar preciso. En el momento de mayor bravura, cuando todo el ritmo ataca en ese cuerpo colectivo que vibra y baila, ella da un suave movimiento a sus caderas, muestra apenas la punta de su encanto, y se va.
Sabiamente se va. Y el cuerpo colectivo del público, toro bañado en sangre de amor, se muere.
Clara Vouillat
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