Ciclo ecológico
De la lluvia, sólo quedan rastros: la calle espejeante pariendo luces cruzadas, bailoteando colores; racimos de gotitas colgando de una viga, ora vino tinto, ora blanco, ora moscatel, chorreando el final, cada vez más breve.
El gato avanza suave, despacio, hacia el enorme bache convertido en rostro de la luna. Un gorrión desafía la genética, que dice debes dormir, porque el hambre hace esas cosas, viola las normas (el rostro de la luna está sembrado de basura, pedazos de nailon y comida). Se posa sobre desparramadas miguitas. El gato está cerca: también tiene hambre. En la parada, Esperanjuntos se mueve en espasmos conocidos: cambia la pierna de apoyo, se adelanta convocando las ansiadas formas del colectivo, mira el reloj, observa distraídamente al gato y al gorrión. Un pajarito, dice una parte de Esperanjuntos (la parte que no teme decir obviedades, un nene, un anciano).
Los autos avanzan hacia el bache (Esperanjuntos se tensa, gato salta para atrás, pajarito vuela), pasan por encima, lo evitan, desaparecen. El espejado recupera una calma temblona, pajarito vuelve, picotea migas, gato avanza, mirada ávida sobre el plumaje marrón. Esperanjuntos se relaja, se asoma, exasperado de frío y cansancio, en compartida soledad.
Otro vehículo, otro espasmo temeroso, otro retroceso, otro vuelo, una y otra vez.
El depredador apareció de pronto, ojos de vidrio deslumbrante, rugido poderoso, un bólido de lata y goma. Se hundió en el charco, miles de gotas de luna disparando ráfagas inevitables: por un eterno segundo, nada se supo de sus víctimas. Bailó una loca danza en toda la calle espejada, rugió con ira, rozó el cordón de la vereda. Dos malévolos ojitos rojos se hundieron en la oscuridad.
En el pasmado silencio, Esperanjuntos se deshizo en dolorido ulular: chorreando barro, pedazos de basura, hijo de puta, habría que meterlo preso, y semejante bache, qué hace la municipalidad, a usted le parece, y después pagamos impuestos… Esperanjuntos se hizo personas. Sobre el asfalto llovido, el gato parecía de dibujo animado, una alfombra gris con hilitos rojos. La última de sus siete vidas. Pobrecito, dijo el nene. Esperanjuntos no tiene tiempo para la compasión, porque viene el colectivo -otra vez la ola para atrás-, pero el conductor no falla, frena, se los lleva, con sus lamentos y su barro embasurado.
Sobre el mundo silencioso, Esperanjuntos comienza a re-formarse, el trasgresor pajarito aterriza con dos socios igualmente ávidos sobre la basura equitativamente distribuida en toda la calle, un gato los mira fijamente desde el baldío, comienza a avanzar hacia el bache, que tiene de la luna apenas una rodaja de melón. Tengo hambre, dicen sus ojos fijos en las plumas. Del otro lado, un perro plagado de costras lo mira a su vez. También tiene hambre y un odio ciego que viene de lejos.
Esperanjuntos sigue la escena apático, su informe masa atisbando focos, ruidos. Una parte (la que aún no teme arriesgar) dice ¡mami, un espejito! Y se lanza sobre el trozo de vidrio, una pequeña estrella blanca en el cielo gris del asfalto. NO, dice mamá, NO, con mayúsculas, definitivo como sólo lo dicen las madres. Es basura. Te vas a lastimar. Pero mami, la seño dice que se puede hacer cualquier cosa, lo llevo al jardín, lo limpio… NO. Esperanjuntos se aquieta. Un soplo helado juega con la basura, el perro avanza, el gato también, los pajaritos picotean, todos juegan en el bosque urbano mientras el depredador no está.
Asoman las luces. Otro espasmo temeroso, otro retroceso, otro vuelo.
María Emilia Salto
bebasalto@hotmail.com
De la lluvia, sólo quedan rastros: la calle espejeante pariendo luces cruzadas, bailoteando colores; racimos de gotitas colgando de una viga, ora vino tinto, ora blanco, ora moscatel, chorreando el final, cada vez más breve.
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