Coalición vapuleada

Por Aleardo F. Laría

La sorpresiva renuncia del vicepresidente de la Nación, Carlos «Chacho» Alvarez, constituye un acontecimiento de singular tras- cendencia, susceptible de ser analizado desde diversos ángulos. Sin duda, determinar el acierto o desacierto de la decisión -algo que sólo el transcurso del tiempo dilucidará- es la cuestión que resulta mediáticamente más atractiva. Actualmente la política ofrece una trama similar a la de las telenovelas, de modo que los amores entre los protagonistas, sus caídas y las malignas estratagemas para envolver al otro, constituyen un material de enorme poder cautivante para una audiencia que presencia las escenas desde la cómoda butaca del espectador. En esta nota nuestra perspectiva es diferente, y atiende a una cuestión de mayor calado institucional: la débil cultura argentina acerca del significado y las reglas de juego implícitas en todo gobierno de coalición.

Argentina, a diferencia de las democracias europeas, tiene un régimen presidencialista, copiado de la Constitución de Estados Unidos, en donde el Ejecutivo está investido de un poder similar al de los antiguos monarcas. La conformación de una coalición electoral, que da lugar luego a un gobierno de coalición, algo habitual en las democracias europeas, constituye por tanto un híbrido, una fórmula que encaja mal en el esquema presidencialista argentino. La inexperiencia de los protagonistas de la Alianza para el Trabajo, la Educación y la Justicia, en el marco general de la ausencia de una cultura de la coalición, se deja ver en el modo en que se encadenaron los acontecimientos que desembocaron en la renuncia del vicepresidente Alvarez.

En primer lugar, el elocuente desconcierto del presidente De la Rúa, al encontrarse ante los hechos consumados, demuestra que la renuncia, aunque insinuada como lejana hipótesis por alguno de sus colaboradores, no entraba en sus cálculos. Es una manifestación de su torpeza, pero también de palmario desconocimiento de las reglas implícitas en cualquier coalición de gobierno. En las coaliciones de gobierno europeas, luego de duras negociaciones para alcanzar acuerdos programáticos, es habitual el reparto de carteras entre los partidos de la coalición. Pero esos partidos son «dueños» de esos espacios. Sería impensable que el primer ministro procediera a «elegir» los sustitutos entre los miembros más irritantes del partido aliado. Aquí, en la reestructuración ministerial, el presidente procedió a designar su nuevo elenco sin tomar para nada en cuenta los desequilibrios que su decisión suponía en el reparto de poder original. Dicho esto con independencia del agravio agregado que suponía confirmar en sus puestos a personas que habían sido públicamente cuestionadas por el líder del partido aliado.

Pero también, desde la actuación del vicepresidente, se percibe el mismo desconocimiento de las reglas propias de un gobierno de coalición. Una renuncia intem- pestiva, decidida en función de un cálculo meramente personal, a un puesto de tanto relieve institucional, revela el tratamiento superficial que recibe el acuerdo que da base a su presencia en la vicepresidencia. Someter a la coalición a un golpe de tanta envergadura, y sostener al mismo tiempo su continuidad, como si nada hubiera pasado, es un acto de extrema incoherencia, como sostener una cosa y su contrario. Si los incumplimientos de los pactos preelectorales se venían acumulando y las expectativas generadas por el nuevo gobierno se veían frustradas, tal vez lo más lógico hubiera sido reunir a la fuerza política propia, reclamar un cambio de rumbo y recién entonces, previa advertencia, adoptar decisiones colectivas de mayor envergadura.

El resultado de esta serie de desaciertos es una pérdida en todas las direcciones, aunque el ex vicepresidente pueda contabilizar transitoriamente en su haber el robustecimiento de su perfil de adalid de la lucha contra la corrupción. El gobierno, que intentaba un «relanzamiento» de su imagen, sale emborronado; el presidente confirma una impresión generalizada de gran despistado; y la coalición difícilmente resistirá en los próximos meses el reflujo de la marea desatada. Naturalmente, hay ganadores netos. Son los representantes de los grupos de poder económico tradicional, que ya habían colocado piezas importantes en el esquema gubernamental y que ahora ven liberada una zona que no controlaban.

La erosión de la democracia no es sólo una cuestión que amenaza a la Argentina, sino que es un problema general de todas las democracias occidentales, cuyas instituciones representativas ofrecen síntomas de descomposición. El déficit democrático, la venalidad de la clase política, la corrupción generalizada, la desaparición de las ideologías, el descrédito de lo público, el desprecio por los compromisos electorales, el absentismo cívico son rasgos que aparecen más acentuados en nuestro país, pero conforman un cuadro general bastante extendido por el resto del mundo. En la base de esta degradación de la democracia está la captura del espacio público por las corporaciones privadas, que bajo el pretexto de las necesidades «técnicas», o la sacrosanta opinión de «los mercados» rodean al poder político, dejando un reducido margen de maniobra.

La corrupción es en muchas ocasiones el precio que la corporación privada cede a la corporación política en pago de esa cesión de poder. De manera que la renuncia de «Chacho», vista desde esa perspectiva, puede ser leída también como una cesión gratuita a la corporación que tiene ahora en la persona del Sr. De Santibañes su figura más conspicua y rutilante.


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