Colonialismo y colonización

Por Tomás Buch

En los días que corren, los análisis más o menos ideologizados de nuestra historia están a la orden del día. Ante la disgregación del Estado, también se resucitan viejas consignas de rebelión patriótica. Reaparecen discursos populistas con palabras que ya se habían olvidado. Estas consignas contribuyen a alimentar la idea de que estamos siendo víctimas de una incalificable conspiración extranjera. El FMI, aparte de que sea un centro de congregación de economistas ortodoxos cuyas recetas nuestros desprestigiados políticos de todos los partidos han seguido al pie de la letra como pocos, es visto como un ogro cuyo siniestro designio es destruirnos. Sólo que ahora los malos de la película no son los industriales, cuyo discurso ya se asemeja al del Partido Comunista, sino los banqueros. Los argentinos, al parecer, sólo somos víctimas inocentes de una conspiración internacional contra nuestra soberanía como nación. Tal vez no esté de más analizar un poco qué es una colonia y cómo opera el colonialismo.

La palabra «colonia» es ambigua. Tiene dos significados muy diferentes, que se mencionan por separado en los diccionarios y que se suelen confundir entre nosotros.

Una tiene que ver con los «colonos», los que fueron a un terreno inculto para cultivarlo. Llamemos colonia (1) a este tipo de colonia. La otra, colonia (2), describe la expansión de un país sobre otro o sobre un territorio para dominarlo económica o políticamente.

La Argentina, como colonia española, nunca fue colonizada en el primer sentido. Tampoco lo fue como república independiente, salvo en algunas zonas, como Entre Ríos, partes de Santa Fe y Chubut, donde se establecieron «colonos» dispuestos a trabajar la tierra. Muchos de ellos eran extranjeros, y algunos prosperaron y otros no. En otras partes del mundo, ésa fue la forma principal de colonización, sobre todo por grupos de europeos que emigraron de sus países por razones religiosas, económicas o aun como criminales deportados. Así colonizaron los ingleses América del Norte, Australia, Nueva Zelanda.

La segunda forma de colonización es típicamente aquella ejercida por España en su imperio colonial, y tuvo una intención totalmente distinta. Los españoles, cuya ideología no sólo ponía la cruz como justificativo de la espada, sino que además despreciaba el trabajo, sólo marginalmente colonizaron las tierras conquistadas. Su actividad principal fue esclavizadora de las poblaciones aborígenes, expoliadora y extractiva. El ejemplo más típico de esto fue el saqueo de las riquezas mineras, el oro y la plata de Bolivia, Perú y Colombia, donde explotaron mano de obra esclava para hacer que la nobleza del imperio español viviese en la abundancia sin trabajar durante un par de siglos por lo menos.

Podemos llamar a esa estructura económica «explotación colonial» (colonia (2)). Esta forma de saqueo contrasta muy marcadamente con la «colonización constructiva» en el primer sentido (colonia (1)).

Los ingleses generaron ambos tipos de colonia. Lo que constituyeron en América del Norte, Australia y Nueva Zelanda fueron colonias en el primer sentido, colonias (1). Lo que hicieron en la India, la mayor parte de Africa, el Caribe, etcétera, fueron colonias en el segundo sentido, colonias (2). En Sudamérica, con la complicidad de las capas dirigentes locales, se constituyeron formas especiales de este segundo tipo de colonia, ya que no necesitaron obtener el dominio administrativo de las ex colonias (2) españolas para lograr la colaboración de las oligarquías locales.

Por las razones que fuese, los españoles nunca crearon otra cosa que colonias (2), y sus sucesores criollos tampoco cambiaron ese estado de cosas. La explotación colonial es de corto horizonte temporal. Saquea los recursos naturales hasta que no queda nada y después se va dejando una tierra devastada como único recuerdo. Además del ejemplo de las riquezas mineras que ya hemos mencionado, está el caso del salitre chileno y del caucho brasileño: saqueo y esplendor pasajero, y después la ruina. En una palabra, el asesinato de la gallina de los huevos de oro. En vez de reinversiones productivas se hicieron gastos suntuarios y no se previó el agotamiento del recurso.

La Argentina fue «colonizada» en el segundo sentido, por los españoles primero y por sus herederos, la oligarquía criolla, después. La prueba está en que no se hicieron reinversiones en previsión del agotamiento del recurso natural. Los hacendados argentinos explotaron la pampa húmeda no como colonos sino como explotadores coloniales, con la diferencia de que se trataba de recursos naturales renovables. Las vacas y las espigas crecían una y otra vez y por eso las riquezas extraídas duraron más tiempo, pero no se respetó ni protegió el recurso. La erosión y el anegamiento eran datos de la realidad desde siempre, pero sus consecuencias eran poco visibles en el corto plazo. La obras hidráulicas necesarias ya fueron propuestas por Florentino Ameghino en 1884, pero sólo se hicieron muy fragmentariamente. Ahora, buena parte de la otrora «ubérrima e inagotable» pampa está físicamente arruinada por el agua después de haber terminado su expansión en 1930. Que fue cuando la Argentina dejó de ser un país rico, aunque el folclore político insista en afirmar que aún lo somos. Se trata de un problema gravísimo que ahora se suma a la crisis generalizada del país.

La otra forma de reinversión que no se hizo, o se hizo en forma muy insuficiente y deformada, fue la industrialización del país, contra la cual lucharon los contrabandistas porteños y los intereses agrarios pampeanos junto con los importadores ingleses durante décadas, hasta la crisis de 1930.

Después, la etapa de industrialización por sustitución de importaciones generó una industria que nunca se propuso ser competitiva. Los herederos de los industriales de principios del siglo XX prefirieron explotar colonialmente sus propias empresas y el Estado argentino. A través de un proteccionismo mal entendido, y mediante todo tipo de subsidios, contratos y prebendas, la burguesía argentina manifestó nuevamente la misma mentalidad de colonialismo en el segundo sentido. Este proceso culminó con las ruinosas privatizaciones menemistas. Esta vez la víctima no fue la naturaleza expoliada, sino el Estado nacional mismo, pero la ideología expoliadora fue similar. Es decir que no hay nada milagroso ni incomprensible en nuestras desdichas de hoy.

Se ha puesto de moda afirmar que si los ingleses hubiesen anexado el río de la Plata en 1806, ahora seríamos como Australia. Esta afirmación es falsa, y tiende a echar la culpa de nuestros males a un destino perverso e incomprensible. De habernos transformado en una colonia británica sin duda hubiésemos sido una colonia (2) y no una colonia (1).

Durante toda nuestra historia hemos navegado en la estela de los intereses británicos hasta que se hicieron cargo los EE. UU. de ser la potencia dominante. Esta dependencia hacía que en la época en que los ferrocarriles dominaban la estructura económica argentina, lo único argentino en ellos eran los durmientes, ya que en las locomotoras se quemaba carbón inglés. Nadie pensó en construir una industria de material ferroviario. Pero echar toda la culpa de esa situación a los ingleses, y más tarde a los «yanquis», no tiene más que un sentido demagógico. La clase dominante argentina era expoliadora de una colonia (2), y nunca aspiró seriamente a ser otra cosa hasta los años 1970. Y cuando, por primera vez, existía la posibilidad de construir una industria competitiva, Martínez de Hoz y el Proceso Militar nos dieron el cachetazo necesario para que no intentemos ser otra cosa nunca más. El menemismo hizo el resto.

Y ahora tenemos un país con una estructura productiva para la cual sobra la mitad de la población.


En los días que corren, los análisis más o menos ideologizados de nuestra historia están a la orden del día. Ante la disgregación del Estado, también se resucitan viejas consignas de rebelión patriótica. Reaparecen discursos populistas con palabras que ya se habían olvidado. Estas consignas contribuyen a alimentar la idea de que estamos siendo víctimas de una incalificable conspiración extranjera. El FMI, aparte de que sea un centro de congregación de economistas ortodoxos cuyas recetas nuestros desprestigiados políticos de todos los partidos han seguido al pie de la letra como pocos, es visto como un ogro cuyo siniestro designio es destruirnos. Sólo que ahora los malos de la película no son los industriales, cuyo discurso ya se asemeja al del Partido Comunista, sino los banqueros. Los argentinos, al parecer, sólo somos víctimas inocentes de una conspiración internacional contra nuestra soberanía como nación. Tal vez no esté de más analizar un poco qué es una colonia y cómo opera el colonialismo.

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