Aprender de los errores, recalcular, seguir

Es bien sabido que en la vida no todo tiene lógica. Es necesario aprobar un examen para conducir un auto, por ejemplo, pero ninguno para ser padres. Se precisan años de estudio para ejercer una profesión y sólo nueve meses para fabricar un ser humano. Nos largamos a parir hijos creyendo que si somos buenas personas seremos buenos progenitores y luego actuamos como un GPS de dudosa calidad: elegimos un camino, nos equivocamos o decidimos que no es el indicado, recalculamos, tomamos otra ruta.

Sólo el tiempo y la experiencia nos permiten, al mirar atrás, darnos cuenta de los errores cometidos cuando ya es tarde para enmendarlos.

Quién no se quedó alguna vez observando al hijo y deseando no haber tomado tal o cual decisión diez años atrás. No haber elegido esa escuela, haberle permitido ir a ese campamento, haber estado más, trabajado menos.

Pero no podemos volver el tiempo atrás. Sin embargo, existe un grupo privilegiado de padres, capaces de hacer uso de su propia experiencia.

Son aquellos que tienen hijos con tanta diferencia de edad que pudieron aprender con uno y corregir con el otro. Padres con hijos jóvenes que ya dejan el hogar y con hijos pequeños pisando la preadolescencia.

El primer tema que le viene a S. a la cabeza cuando le pregunto qué experiencia vivida con sus hijas mayores de 20 y 26 años quisiera cambiar, corregir o repetir con su hija de 12 es el de la tecnología. “No es ningún temita –dice–. Si pienso nomás en que la de 20 no creció con un teléfono touch ni con Whatsapp ya siento que es una especie de dinosaurio. Cuando ella terminó la secundaria el celular no podía siquiera estar prendido en el aula, ni siquiera en los recreos. En cambio hoy la más chica, en primer año de la escuela media, puede comunicarse en los recreos y usarlo a discreción en algunas clases. Por supuesto, también en nuestra vida la tecnología tiene hoy un lugar diferente y a la petisa nos cuesta sacarla de delante de las pantallas. La única estrategia que siempre me viene dando resultado es predicar con el ejemplo: si dejo el teléfono a un lado y me involucro en una actividad (leer o ver una peli juntas, contarnos el día, salir a caminar, jugar a las cartas o un juego de mesa), en ese momento nadie debe estar con una pantalla”.

Sin embargo, la tecnología que ha funcionado casi como un antes y un después en la vida familiar de S. también ayuda a acercar a la familia. “Ahora que la mayor vive en Londres –cuenta esta madre de tres– a veces nos llama por Whatsapp y hablamos mientras comemos todas juntas”.

Aquí aparece otro tema en este aprendí con hija grande-cambié con hija pequeña: “Por nuestra estructura familiar –explica S.–, permití que la mayor, en algún momento de su adolescencia, se atrincherara en su cuarto tipo búnker y no compartiera la cena con nosotros. Las dos más chicas no hacen eso y no lo harán, de eso estoy segura, porque el momento de la cena es muy importante para las tres, es el único que compartimos todos los días y, así sea breve, siempre se rescata algo que no nos habíamos contado”.

Parecida y a la vez diferente, como todas las historias, es la de L., papá de tres, de dos matrimonios diferentes.

Esto es lo que cuenta: “Con el más grande, de manera inconsciente, puse más exigencias. No se cuestionaba cada cosa que decía, se hacía y punto. Con la siguiente yo estaba ausente por el trabajo y confiaba en lo que la madre decía. Cuando creció fue ella la que quiso poner las condiciones y las reglas y se rebeló contra todo. Con la tercera me comporté como su abuelo. Puro amor. Pero había aprendido que las reglas son importantes, siempre y cuando las viera en mí más que en ella. Yo soy ejemplo de no poner los pies sobre la mesa, de no dejar todo tirado, de hacerme dueño de la casa y que todos debemos poner el hombro. Así que ella consiguió no frustrarse ni intentar ser perfecta. Lo más importante fue, entonces, hablar mucho. No sólo de lo que deben y no deben hacer sino de las veces que yo me había equivocado. Le perdí el miedo a rectificarme. Si algo lo hice mal o ahora no funciona, entonces se habla y se cambia. Si espero que me respeten debo ser yo el que los respete primero”.

Me quedo pensando en cómo cerrar esta columna y entonces me doy cuenta. La premisa con la que la inicié no es del todo correcta. Por supuesto que el tiempo y la distancia ponen muchas cosas en su lugar, nos abren los ojos, nos muestran qué elecciones resultaron acertadas y cuáles no. Pero tampoco es necesario tener hijos con diferentes edades para aprender eso. En primer lugar, padres como S. y L. nos lo muestran, podemos aprender de ellos. Y en segundo lugar… nunca es tarde para recalcular. Por lo menos no con los hijos. Por lo menos no cuando el amor es tan grande.

El tiempo y la distancia ponen muchas cosas en su lugar, pero no es necesario tener hijos con diferentes edades para aprender eso. Y nunca es tarde para recalcular. Por lo menos no con los hijos.

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El tiempo y la distancia ponen muchas cosas en su lugar, pero no es necesario tener hijos con diferentes edades para aprender eso. Y nunca es tarde para recalcular. Por lo menos no con los hijos.

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