Cuando la mentira es la verdad

Las muertes de los jóvenes Santiago Maldonado y Rafael Nahuel poseen un común denominador. Ambas se produjeron en el marco de operativos desplegados por fuerzas de seguridad del Estado.

Pese a que se desconoce los pormenores del procedimiento llevado a cabo por el Grupo Albatros, lo cierto es que Nahuel recibió un disparo de bala efectuado por un tirador que debió encontrarse a su espalda.

Sin embargo, la oscuridad que reina en torno a dicho suceso no le impidió a Gabriela Michetti, vicepresidenta de la Nación, sostener que “el beneficio de la duda siempre lo tiene que tener la fuerza de seguridad que ejerce el monopolio de la fuerza”.

En esa misma línea, la ministra de seguridad Patricia Bullrich afirmó que “no tenemos que probar el accionar de nuestras fuerzas de seguridad”.

E inmediatamente tras ello, el presidente de la Nación expresó que lo afirmado por su ministra le parecía “lógico”, pues la muerte del joven se había producido en el marco de “un operativo pedido por la justicia”.

La verdad, según parece, no importaría mucho en estos días.

Será por eso que la “posverdad” es un neologismo de moda, capaz de ilustrar la distancia que media entre los discursos políticos y los hechos de la realidad.

En tiempos de posverdad, las apariencias poseen más valor que la concreta fenomenología. Y los hechos objetivos tienen menos influencia que las emociones y las creencias personales.

Fue en abril de 2010 cuando David Roberts lo mencionó en una revista especializada en cuestiones medioambientales. Allí se refirió a las políticas que negaban el cambio climático pese a la evidencia científica disponible.

Tiempo más tarde, en 2016, el término “post-truth” fue incorporado en el diccionario de Oxford. Y otro tanto hizo la Real Academia Española al incluirlo como sustantivo y sin guión en el medio.

Se ha dicho que Donald Trump es un fiel exponente de la posverdad. Su apelación a las emociones dicotómicas, a la lógica excluyente y a las creencias individuales, le ha deparado formidables réditos políticos.

El capitalismo tardío exhibe una considerable indiferencia hacia la verdad. Al ritmo de la digitalización, los intercambios sociales conducen a sujetos aislados, tan solo comunicados con quienes ya piensan como ellos.

De esta manera, comparten sus creencias prescindiendo si la noticia que difunden es falsa o verdadera.

Facebook, por ejemplo, muestra en el muro de cada usuario lo que sus algoritmos deducen que será de su interés. De ese modo, las noticias que recibe son aquéllas que resultan compatibles con su visión del mundo.

El pensamiento crítico y la reflexión resultan hoy, más que nunca, yacimientos de raros minerales en desuso.

Mientras tanto, entre nosotros, el gobierno nacional sienta las bases hacia el aprovechamiento económico de los recursos naturales de la región.

Allí es donde, extractivismo mediante, las protestas sociales y los derechos constitucionales de las comunidades locales son percibidos como una amenaza.

De hecho, una de las consecuencias del auge extractivista ha sido la explosión de conflictos socioambientales. Es decir, motivados por el acceso y control de los bienes naturales y el territorio, con actores e intereses enfrentados en un marco asimétrico de poder.

En tal contexto debe leerse la iniciativa en pos de sortear controles sobre las tareas asignadas a las fuerzas de seguridad del Estado. Aquéllas gozarían, según afirman, de un presunto beneficio de la duda.

Se trata de una nueva posverdad. Esta vez, su articulación apunta a reducir el alcance de las imprescindibles fiscalizaciones a las que debe ser sometida la acción de las agencias estatales.

Sobre todo, cuando a su alrededor se ha producido la pérdida de dos vidas humanas.

(*) Doctor en Derecho – Profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN).


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