El desafío de otro “gran acuerdo nacional”

La denominación no es una originalidad y tampoco registra buenos antecedentes en la Argentina. El “gran acuerdo nacional” propuesto hace una semana por el presidente Mauricio Macri, copia título y sigla (GAN) del frustrado ensayo político de 1972 cuando, en el ocaso del régimen militar, Alejandro Lanusse buscó aliados para que Juan Domingo Perón no pudiera presentarse como candidato presidencial en marzo de 1973. Esto ocurriría seis meses más tarde, tras la crisis peronista que culminó con la renuncia de Héctor Cámpora. Un acuerdo con otro nombre –Pacto Social- fue el eje de la política económica de entonces que, tras la muerte de Perón, fue desbarrancándose hasta que en junio de 1975 desembocó en el “Rodrigazo”, la primera hiperinflación argentina.

Esta vez la situación es diferente ya que se enmarca en la corrida cambiaria del último mes, contenida con frenos de emergencia. El GAN de Macri apunta a buscar acuerdos con los gobernadores no oficialistas para acelerar la reducción del déficit fiscal en el Presupuesto Nacional de 2019, que deberá ingresar al Congreso en menos de cuatro meses. Esta es una pieza clave del nuevo programa que el ministro Nicolás Dujovne (empoderado ahora como virtual jefe del gabinete económico), negocia con el FMI a fin de obtener el crédito stand by lo antes posible. Con el monto previsto, en torno de u$s 30.000 millones, podrían cubrirse las necesidades de financiamiento del déficit hasta fin de 2019 sin recurrir a los mercados externos, que volvieron a marcar a la Argentina como deudor riesgoso. La asistencia del organismo tendrá un costo inferior a la mitad (4% anual), pero con desembolsos condicionados al cumplimiento de metas trimestrales para reducir la inflación y los déficits “gemelos” (fiscal y externo). De ellas dependerán además el tipo de cambio real y las tasas de interés domésticas, que se mantendrán altas en los próximos meses. El costo político final, en cambio, todavía es una incógnita.

Aunque el gobierno nacional suscribirá el acuerdo con el Fondo sin participación del Congreso, la necesidad y urgencia de este cambio en el modelo de financiamiento externo obedece a una vulnerabilidad recurrente de la economía argentina: el déficit fiscal produce déficit en las cuentas externas, que en cada caso equivalen a 5% del PBI. Los mercados advirtieron, antes de lo esperado, que con la política gradualista se resentiría la capacidad de repago de la deuda en moneda extranjera contraída en los dos últimos años por el Estado nacional y una decena de provincias. Los intereses abultan aquellos déficits, mientras el ingreso genuino de divisas (por exportaciones e inversiones externas) resulta muy inferior a la salida de dólares (por importaciones, turismo al exterior, atesoramiento, utilidades, etc.).

Este nuevo escenario coloca en el mismo barco a la Casa Rosada y a las administraciones provinciales que se endeudaron en dólares para financiar sus déficits. O sea, a Macri y a los gobernadores -oficialistas u opositores- que aspiran a ser reelectos en 2019.

El primer problema de un acuerdo con los gobernadores para redistribuir costos es que, a los efectos fiscales, las provincias no constituyen un conjunto homogéneo. Hay administraciones que equilibraron gastos e ingresos sin endeudarse en el exterior; otras (entre ellas, varias gobernadas por el oficialismo) que deberán ajustar gastos para tornar manejables el déficit y sus necesidades de financiamiento y un tercer grupo más reducido (Santa Cruz, Chubut, Chaco y Tierra del Fuego) en situación crítica. Por lo tanto, una misma vara castigaría a las que mantuvieron mayor disciplina fiscal.

Otro problema, aún más complejo, es que la Casa Rosada y todas las provincias (salvo San Luis) ya suscribieron tres acuerdos que cobraron fuerza de ley hace apenas seis meses. Esta reingeniería fiscal (cambio en la movilidad jubilatoria de la Anses; límites al aumento de gastos en personal y el consenso fiscal para bajar Ingresos Brutos en cinco años), había conformado a todos. Así, la provincia de Buenos Aires se aseguró aportes nacionales para recuperar en dos años el Fondo del Conurbano, clave para la reelección de María Eugenia Vidal y del propio Macri. Y las demás, la reasignación de fondos coparticipables para mejorar sus ingresos reales, más bonos para desistir de juicios contra el Estado. Además, el fin en 2021 de los altos subsidios al transporte en Capital y Gran Buenos Aires, que a través del presupuesto nacional recaen sobre todo el país.

Este camino supuestamente pavimentado hacia fin de 2019 fue sumando baches este año con la suspensión del diálogo político que ahora se trata de restablecer; las idas y vueltas con la política antiinflacionaria; el malestar social por los tarifazos; su aprovechamiento político por la oposición peronista en el Congreso y la probable reapertura de las paritarias estatales.

Con la popularidad de Macri en descenso y un peronismo sin liderazgo, el problema pasa a ser de gobernabilidad y la solución de los dirigentes políticos. El último Pacto Fiscal deja márgenes para redistribuir partidas de obras públicas; fijar prioridades; postergar proyectos nacionales faraónicos en el AMBA; avanzar hacia el fin de las jubilaciones de privilegio en muchas provincias y frenar el ingreso de personal al Estado no sólo en épocas preelectorales. Al fin y al cabo, el éxito de todo acuerdo depende de qué pone cada parte y no qué se lleva de la otra.

El primer problema de un acuerdo con los gobernadores para redistribuir costos es que, a los efectos fiscales, las provincias no constituyen un conjunto homogéneo.

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El primer problema de un acuerdo con los gobernadores para redistribuir costos es que, a los efectos fiscales, las provincias no constituyen un conjunto homogéneo.

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