Fin y principio

Mirando al sur

Imagino que una de las formas de tocar fondo es conocer las maneras a veces vejatorias, pero en todo caso abandónicas, que el sistema de salud tiene preparado para nuestros ancianos. El criterio del mercado aplicado al cuidado, cuando se actúa, no es agradable ni de ver ni de vivir. Si hay algo que sana el espíritu es ver los esfuerzos de algunas de las personas que trabajan en esas condiciones: el mínimo gesto de responder con cierta dedicación una pregunta u ofrecer una caricia más allá de lo pautado se transforman prácticamente en acciones antisistema. Pensé en estos días la cantidad de situaciones similares que enfrentan maestros, enfermeros y otros funcionarios públicos. Pero son las excepciones. En el medio están atrapadas las personas.

No me toca aún llegar a mi vejez en esas condiciones, pero sí acompañar a mis padres en ese tránsito. Por supuesto que “acompañar” es una forma de decir: la gente grande no tiene ganas de que le digan lo que tiene que hacer. Después de toda una vida de adultos-autosuficientes-fijadores-de-límites puede ser doloroso volver a depender. Se mezclan, claro, las historias familiares, y eso es de cada uno, de cada familia, de lo que cada uno de nosotros pudo hacer con su historia. Pero un sistema inmenso, pensado a escala capitalista antes que humana, no hace más que exacerbar esas desconexiones personales. Porque un tiempo que debería ser de reencuentro, de acompañamiento, acaso de escucha y reconciliación (las personas somos muy duras a veces) debe destinarse a la persecución de trámites, de personas, de respuestas entregadas como dádivas, o más sencillamente a cubrir las increíbles distancias entre los hogares de los enfermos y los lugares a los que fueron a parar. Casi como si fueran hospitales de campaña de alguna guerra en lugar de sanatorios a los que nuestros viejos acceden después de una vida de trabajo.

Imagino, además, que para los argentinos de cierta edad educados en una mitología nacional asociada a una presencia y una valoración del Estado, a la lógica de que “después de haber trabajado toda tu vida tendrás una jubilación acorde”, la situación es especialmente dolorosa. Porque si no es esto lo que nos merecemos entonces una internación es la constatación de la decadencia, no sólo de nuestros cuerpos y vínculos, sino de la sociedad en la que vivimos. Se trata del agotamiento de una forma de vernos como sociedad, inserta en una crisis sistémica mayor, y que es mundial. El capitalismo es una frazada corta y raída. Lo es cada vez más, y llegó el tiempo en el que para millones de seres humanos no hay ni hilachas para abrigarse.

Pero esta es una columna más bien personal, y no una serie de aserciones genéricas que en todo caso pueden incomodar pero que no cambiarán las cosas. Este tipo de situaciones a lo sumo pueden llevar a encontrar experiencias comunes con los demás, indignaciones compartidas, a partir de las cuales empezar a sublevarse. O a constatar que cada situación personal tiene su contracara, o al menos su compensación.

Una caminata a orillas del mar enseña muchas cosas. Es un lugar que se presta tanto a la introspección como a la imaginación. Huimos al mar con mi familia siempre que podemos, y esta vez no fue la excepción. Fue la primera vez en muchos días que pasaba unas horas seguidas con mi hija menor, que habló hasta por los codos mientras caminábamos por la playa. Me contó que los insectos tienen exoesqueleto, me mostró varias combinaciones de salto y danza de las que practica. Comparó las huellas de las personas con las de los animales, describió y analizó cada hueso de pez que encontramos con la minuciosidad de un forense, especulando cuánto tardaríamos en reunir una osamenta entera. Contrastó el caparazón rojizo del cangrejo con el amarronado de una ¿centolla? Evocó aquella vez que encontramos un delfín y un lobo marino muertos. Habló sin pausa dos horas, como si quisiera ponerse al día, la mejor manera de mostrarme con la elegancia de una reina (como cuando era chiquita y nos dijo que dejáramos de decirle princesa, porque ella era una reina) lo ausente que estuve estos días.

De su mano, recordé un poema de Wislawa Szymborska, llamado “Fin y principio”: “Aquellos que sabían/ de qué iba aquí la cosa/ tendrán que dejar su lugar/ a los que saben poco/ Y menos que poco/ E incluso prácticamente nada/ En la hierba que cubra/ causas y consecuencias/ seguro que habrá alguien tumbado/ con una espiga entre los dientes/ mirando las nubes”. No se lo dije. Pero sí me prometí contárselo cuando fuera un poco más grande, para que entendiera por cuántas cosas que me hizo recordar le estaba agradecido.

Un sistema inmenso, pensado a escala capitalista

antes que humana, no hace más que exacerbar esas desconexiones personales.

Hay situaciones que pueden llevar a encontrar experiencias comunes con los demás, indignaciones compartidas, a partir de las cuales empezar a sublevarse.

Datos

Un sistema inmenso, pensado a escala capitalista
antes que humana, no hace más que exacerbar esas desconexiones personales.
Hay situaciones que pueden llevar a encontrar experiencias comunes con los demás, indignaciones compartidas, a partir de las cuales empezar a sublevarse.

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