La caravana hondureña

Se trata de una reedición, en escala menor, del éxodo multitudinario de africanos, árabes y otros que, en el 2016, huían de sus países natales en busca de una vida mejor en Europa. Para alarma de Donald Trump, desde hace varias semanas, miles de hondureños están atravesando México a pie con la esperanza de irrumpir en Estados Unidos.

Mientras que muchos europeos, entre ellos la canciller alemana Angela Merkel, se creían moralmente obligados a abrirles las puertas no sólo a los auténticos refugiados sirios sino también a otros que aprovechaban una oportunidad para burlarse de los controles fronterizos, en Estados Unidos el avance de “la caravana” hondureña está ocasionando más extrañeza que simpatía. Incluso aquellos demócratas que se oponen a leyes inmigratorias que califican de racistas se resisten a aplaudir a los centroamericanos, entienden que en vísperas de las elecciones legislativas de medio término no les convendría manifestar demasiado entusiasmo por lo que está ocurriendo.

Los hondureños tienen buenos motivos para querer dejar atrás su país, que es pobre, corrupto y sumamente violento, pero sucede que quienes están en una situación parecida en el mundo actual se cuentan por centenares de millones. De aceptarse la idea, que por un rato se difundió en ciertos círculos progresistas, de que todos tienen derecho a mudarse a Europa, América del Norte o Australia, tales “tierras de promisión” no tardarían en convertirse en copias de los lugares de los cuales tantos están procurando escapar. El temor a que algo así suceda está detrás del auge del “populismo xenófobo” en diversas partes del mundo desarrollado.

Por un lado, están los tentados a hacer de Europa “una fortaleza” y rodear Estados Unidos de muros infranqueables. Por el otro, los que, si bien preferirían permitir cierta inmigración, son conscientes de que, si llegan demasiados, las consecuencias serían catastróficas, ya porque haría inevitable la consolidación de movimientos de la derecha nativista extrema, ya porque hay límites a la cantidad de personas de educación por lo común rudimentaria que cualquier sociedad moderna puede asimilar.

Para hacer frente al desafío planteado por la voluntad de tanta gente a arriesgar todo en un esfuerzo por entrar en países prósperos y relativamente bien administrados, los gobiernos europeos han llegado a la conclusión de que la alternativa menos mala sería tratar de mejorar las condiciones de vida de las sociedades de las cuales proceden los inmigrantes sin papeles. Aunque a primera vista tal propuesta parece benigna, para que brindara resultados positivos sería necesaria una cuota importante del neocolonialismo que, durante décadas, han denunciado con vehemencia izquierdistas, centristas y hasta conservadores moderados.

A esta altura, es evidente que la ayuda financiera no basta, casi siempre termina en los bolsillos de políticos corruptos, oligarcas feudales y delincuentes que, huelga decirlo, son duchos en el arte de organizar protestas contra quienes amenazan a la sacrosanta soberanía nacional.

Para asegurar que el dinero sirva para algo útil, pues, los europeos, norteamericanos o japoneses responsables de recaudar y distribuirlo tendrían que encargarse del manejo de las economías que lo reciban.

Algo similar puede decirse de los países tan asolados por la violencia delictiva y política, y los emigrantes tienen razón cuando los comparan con lugares devastados por guerras civiles. Reprimir a “las maras” que se han apoderado de amplias zonas de Honduras o poner fin a las atrocidades que se cometen a diario en muchos países africanos requeriría una ocupación militar.

Si hay un consenso es que el a menudo trágico drama migratorio continuará a menos que mucho cambie en países que son incapaces de ofrecer al grueso de la población un futuro soportable, pero no hay consenso alguno acerca de cómo llevar a cabo las reformas que se suponen imprescindibles. Aunque la superioridad del mundo desarrollado es indiscutible a ojos de los millones que enfrentan la muerte al intentar cruzar los desiertos, mares y montañas que los separan de él, quienes llevan la voz cantante en sus lugares de origen se resisten a reconocerlo.

En cuanto a las elites occidentales, lo último que quieren es asumir responsabilidad por países tan atrasados que ni siquiera son capaces de dar de comer o garantizar un mínimo de seguridad a sus habitantes. Sin embargo, de agravarse mucho más la crisis migratoria en los años próximos, quienes viven en el mundo rico tendrían que resignarse a que, aun cuando todas las opciones sean malas, algunas, entre ellas la de mantenerse indiferente hacia los desastres ajenos, son peores que otras.

Hay consenso en que el drama migratorio seguirá a menos que mucho cambie en países incapaces de ofrecer a su población un futuro soportable, pero no sobre cómo hacer las reformas imprescindibles.

Datos

Hay consenso en que el drama migratorio seguirá a menos que mucho cambie en países incapaces de ofrecer a su población un futuro soportable, pero no sobre cómo hacer las reformas imprescindibles.

Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios