La democracia está bajo ataque

Hace un par de años, millones de norteamericanos que habían votado a favor de Barack Obama en las elecciones presidenciales anteriores apoyaron a Donald Trump. En Brasil, personas que durante mucho tiempo habían confiado en el izquierdista moderado Lula da Silva aportaron una proporción importante de los casi sesenta millones de votos que cosechó el derechista Jair Bolsonaro.

¿A qué se debieron estos vuelcos espectaculares?

En el fondo, a la sensación, compartida por sectores cada vez más amplios, de que un orden basado en principios que se suponían universales ya no beneficiaba al grueso de la población.

Tanto los partidarios de Trump como los que dieron un triunfo contundente a Bolsonaro se rebelaron contra la idea de que sea inútil oponerse a las tendencias que están transformando el mundo. Quieren volver a tiempos en que les era fácil creer que el futuro sería mejor que el presente.

Entre los defensores más firmes del orden internacional que se ve amenazado por personas como Trump está el presidente chino Xi Jinping; el comunista se ha acostumbrado a ser festejado por los multimillonarios occidentales que lo creen el defensor más eminente de la libertad de comercio.

No es que se oponga al nacionalismo económico por las razones marxistas que de vez en cuando reivindica, es que entiende que, por ahora cuando menos, su propio país está en mejores condiciones que los demás de aprovechar la globalización.

A inicios del siglo pasado, muchos pensadores celebraron –o, en algunos casos, como el de Ortega y Gasset, lamentaron– lo que tomaron por el comienzo de la “era del hombre común”.

Por primera vez en la historia de nuestra especie, se difundían sistemas socioeconómicos que posibilitaban que virtualmente todos disfrutaran de un nivel de bienestar que hubiera motivado la envidia de los ricos de generaciones previas.

Fue en los países relativamente prósperos que la democracia echó raíces al decidir los miembros de la clase dominante que no les sería peligroso permitir que el pueblo eligiera a sus gobernantes. Hasta erigirse China en una gran potencia comercial, pareció indiscutible que el autoritarismo fuera incompatible con el vigor económico, de ahí la voluntad de dirigentes de docenas de países pobres de probar suerte con una modalidad política que hasta entonces les había sido ajena.

Como proclamaba Raúl Alfonsín, “con la democracia se come, se cura y se educa”.

En diciembre de 1983 no era polémica afirmar que la democracia acarreaba ventajas concretas para la mayoría abrumadora.

En la actualidad sí lo es.

Hay señales de que “la era del hombre común” está aproximándose a su fin: el progreso tecnológico está eliminando con rapidez alarmante empleos bien remunerados aptos para quienes carecen de talentos especiales, la globalización obliga a las clases medias y obreras occidentales a competir con las de Asia, África y América latina; propende a ampliarse la brecha que se ha abierto entre los ingresos de los exitosos en muchos sectores y los del resto.

Así las cosas, no sorprende que los angustiados por lo que está sucediendo voten por populistas, de derecha o izquierda, que juran ser capaces de restaurar los buenos viejos tiempos.

Los perdedores, por llamarlos así, no son los únicos que están buscando alternativas radicales de características poco democráticas.

De manera menos frontal, también lo están haciendo los comprometidos con el statu quo político que hasta hace muy poco imperaba en el mundo desarrollado al hacer uso de leyes que fueron aprobadas cuando llevaban la voz cantante para frustrar reformas ensayadas por los rebeldes o, en la Unión Europea, arreglárselas para asegurar que los dueños del poder auténtico atrincherados en Bruselas no tengan que prestar atención a la siempre caprichosa opinión pública.

En todos los países democráticos, la mayoría desconfía de la clase política tradicional, cuyos representantes desconfían a su vez del pueblo porque en cualquier momento podría respaldar a populistas como Trump, Bolsonaro o el italiano Matteo Salvini.

De tal manera, se ha creado una situación parecida a la que motivó la sugerencia satírica de Bertolt Brecht de que, por no saber el régimen comunista de la zona soviética de Alemania cómo solucionar los problemas que acababan de provocar una revuelta callejera en gran escala, le convendría disolver el pueblo para reemplazarlo por otro nuevo.

Con todo, en aquel entonces sí había “una solución” a la vista –la democracia–, pero hoy en día no hay ninguna que tranquilizaría a quienes temen que, para ellos, no haya un lugar aceptable en el mundo que está configurándose.

No sorprende que los angustiados por las tendencias que están cambiando el mundo voten por populistas, de derecha o izquierda, que juran ser capaces de restaurar los buenos viejos tiempos.

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No sorprende que los angustiados por las tendencias que están cambiando el mundo voten por populistas, de derecha o izquierda, que juran ser capaces de restaurar los buenos viejos tiempos.

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