La selección como punto de encuentro

Muchos por estas horas hemos vivido con zozobra el fantasma de quedar afuera del Mundial. Una luz roja titilante y una sirena perturbadora han retumbado en el sentir de cientos de miles de argentinos.

Gargantas anudadas, gritos contenidos, miradas al cielo sin comprender, han sido una constante en los hogares vernáculos mientras jugaba la selección sus últimos partidos de Eliminatorias.

¿Cómo es posible que un mismo sentimiento se contagie y propague entre tantas personas, sin distinción de edades, geografía, clase social o conocimiento en la materia? Es una pregunta que debiéramos hacernos cuando no encontramos denominadores comunes que nos unen.

¿Será el fútbol el gen que despierta el nexo que ni la política, ni los gobernantes, han logrado conseguir en tantos años de historia?

La selección mal que nos pese es un punto de encuentro, tanto para gozar como para sufrir. Un formar parte de algo que nos enorgullece, nos enoja, nos alegra y a muy pocos resulta indiferente.

El pertenecer es una de las funciones cerebrales de las emociones desde que el hombre es hombre, pero sin embargo hay cientos de países que no se inmutan por lo que les sucede en una competición deportiva.

A los argentinos, indudablemente, nos “pega” distinto. Será porque la obtención de títulos (1978 y 1986) y de subtítulos mundiales (1990 y 2014) en la selección mayor, más la seguidilla de campeonatos juveniles, nos dieron una autoestima de la que nos jactamos y de la que nos cuesta bajarnos. Lo cierto es que la posibilidad de quedar afuera del convite ecuménico nos genera perplejidad y dolor.

El contar con varios de los mejores jugadores del mundo y sentir que entre ellos no coordinan cuando se ponen la blanquiceleste provoca impotencia y desconcierto.

Seguramente encontraremos respuestas racionales a tan cruda realidad en la corrupción de la AFA y el bochornoso comportamiento de sus dirigentes pre y pos Julio Grondona, en el cambio de tres directores técnicos durante las Eliminatorias o en la falta de una línea que defina a qué juega la selección.

También en la búsqueda tan nuestra de un salvador, de un Mesías que nos redima de tanta confusión, en lugar de trabajar con sistemas –con márgenes de creatividad individuales– como lo hace Alemania hace décadas y los grandes clubes, que saben cómo y a qué juegan.

Hubiera sido particularmente triste que Lionel Messi no pudiera desparramar su magia por tierras rusas, pero al diez –quien se merece el mayor reconocimiento– hay que rodearlo con juego de equipo.

En fin, podríamos ensayar otras hipótesis, más arriesgo a pensar que esta situación por la que hemos transitado debiera servir fundamentalmente para ser más humildes.

Para entender de una vez por todas que no somos los mejores. Para valorar haber llegado a finales como la del 2014, en lugar de reprocharnos hasta el hartazgo no haber salido campeones.

Ello no significa ser conformistas, sino darnos la oportunidad de recomenzar, como cuando una persona cura de una dura enfermedad y encara su vida de otra manera.

En fin, el haber conseguido el pase al mundial debiera ser un barajar y dar de nuevo. Un sentarse a planificar seriamente, lo que vendrá bien tanto para la selección mayor como para las juveniles.

Desde el plano de los sentimientos, la búsqueda de lo racional es un bálsamo ante lo inexplicable.

En dicho contexto, entiendo que un Mundial es una enorme excusa para unir generaciones. Una oportunidad que se nos presenta cada cuatro años, para sentir en común.

Leí por ahí que no clasificar al Mundial hubiera significado derrochar inversiones millonarias. Tal vez haya otros datos invisibles, que no registren las curvas de rentabilidad y sólo queden asentados en los libros del alma. En ellos se dirá que hubiera sido perder miles de abrazos, lágrimas y gritos de alegría, que tanto necesitamos darnos los argentinos.

*Abogado, profesor nacional de Educación Física y docente universitario


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