Las dos caras del gradualismo

Después de la “agenda social” definida por el presidente Mauricio Macri ante el Congreso (aborto, igualdad salarial femenina, licencia por paternidad, seguridad, blanqueo laboral, etc.), está claro que el gobierno no apunta tanto a mostrar resultados económicos durante el segundo semestre, sino más bien en un segundo mandato a partir del 2020.

La anticipada apuesta de Macri por la reelección se basa en dos hechos evidentes. En el terreno político busca aprovechar la fragmentación del peronismo, por ahora sin liderazgos ni candidatos con chances electorales. Y en el económico, la ratificación de la estrategia de “cambios con gradualismo” traslada al mediano plazo los objetivos de bajar a un dígito la inflación, aplastar el déficit fiscal y avanzar en más reformas para reducir el costo argentino y promover inversiones privadas, que hasta ahora se verifican mayormente en sectores con incentivos estatales.

En este marco, el gradualismo tiene dos caras: si bien facilita la gobernabilidad, demora en producir resultados que apuntalen la confianza en el futuro y/o sumen aliados. Aunque el tiempo pasa a ser un factor fundamental, el desgaste de esta estrategia es inevitable, ya que los ajustes son menores que los necesarios, pero más frecuentes que lo deseable, especialmente con una inflación de dos dígitos. Y todos tienen un poco de razón –incluso el propio gobierno– cuando tardan en aparecer soluciones prometidas a problemas de fondo.

De ahí que la Casa Rosada haya optado por ampliar la agenda inmediata para atender otras demandas de la sociedad y no depender tanto de la economía. También por ensayar un nuevo discurso –con ciertas reminiscencias del “relato” K– para cuestionar a los que cuestionan sus políticas o reclaman privilegios a medida y trazar una línea divisoria entre quienes apoyan cambios inciertos o se aferran al pasado.

La duras acusaciones del ministro Francisco Cabrera contra los industriales (“dejen de llorar e inviertan”) fueron una prueba de este giro y transmitieron la señal de que las empresas reacias a invertir son tan mal miradas por el gobierno como los sindicalistas reacios a negociar la pauta salarial oficial de 15% sin cláusula gatillo automática.

La polémica con la UIA no siguió escalando ya que en la reunión del último lunes ambas partes acordaron bajar el tono y tratar los problemas de competitividad en las consabidas “mesas de trabajo” sectoriales. Pero las diferencias tampoco quedaron zanjadas.

Su origen fue el malestar gubernamental ante el lobby de varios sectores empresarios para que recorte las subas de impuestos internos incluidas en la reforma tributaria (con la industria cervecera a la cabeza) o frene importaciones de productos finales (tomates enlatados, aceite de oliva, calzado, ropa, etc.). Aquí también se comprueba que en la Argentina todos están de acuerdo con los cambios, siempre que les toquen a otros.

Y aunque Cabrera aclaró que nadie está obligado a invertir sin rentabilidad, exhibió un voluntarismo comparable a la “lluvia de inversiones” que pronosticaba Macri hace dos años por haber cambiado el rumbo económico de colisión de la era K, pero sin corregir los graves desequilibrios macroeconómicos heredados y subsistentes. Por caso, en un artículo publicado el domingo en “La Nación” bajo el título “Necesitamos empresarios con una agenda positiva”, exaltó la baja de costos logísticos como si ya estuvieran concluidas todas las obras de infraestructura en marcha (rutas, ferrocarriles, puertos y aeropuertos) y no hubieran aumentado combustibles ni peajes. También destacó la reducción de la presión tributaria en 1,7% del PBI (por la eliminación de las retenciones), sin reconocer que las bajas de otros costos impositivos y laborales tiene por delante un sendero de cuatro años y como contrapartida inmediata la suba de impuestos inmobiliarios (y de Ingresos Brutos en algunas provincias).

Hasta hace poco, el gobierno se ilusionaba con un crecimiento del PBI superior al de 2017 (2,8%) y una mejora de las exportaciones industriales (especialmente automotrices donde el uso de la capacidad instalada no llega a 30%), apoyada en la reactivación económica brasileña. Pero en el ínterin apareció el proteccionismo de Trump, con aranceles a las ventas de biocombustibles, acero y aluminio que afectan a la Argentina. Y la grave sequía en la región pampeana restará entre medio y un punto a la suba del PBI, que estimaciones privadas ubican ahora en torno de 2/2,5% para 2018.

De esta manera, el principal motor de la economía sigue siendo la construcción (pública y privada), que en buena medida depende de decisiones del Estado. Y si bien el repunte del tipo de cambio (21% en tres meses) debería favorecer las exportaciones, su volatilidad torna difícil calcular su impacto.

Todos los cambios llevan tiempo. Pero algunos errores oficiales, como haber concentrado en este verano tantos aumentos de tarifas y precios regulados por el Estado, elevan la expectativa inflacionaria por encima de la meta de 15% anual y agregan incertidumbre. Otro tanto ocurre con el lento repunte de la inversión bruta (15,8% del PBI), que relativiza la estrategia oficial de apostar a un crecimiento superior al 3% anual para reducir el peso en la economía del Estado, que vive “de prestado” porque gasta más de lo que recauda y cubre el déficit fiscal con endeudamiento. La “agenda positiva” no depende sólo de los empresarios.

Esta estrategia, si bien facilita la gobernabilidad, demora en producir resultados que apuntalen la confianza en el futuro y/o sumen aliados. El desgaste es inevitable.

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Esta estrategia, si bien facilita la gobernabilidad, demora en producir resultados que apuntalen la confianza en el futuro y/o sumen aliados. El desgaste es inevitable.

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