Negacionistas: ¿para qué sirve la Historia?

mirando al sur

El 23 de marzo de 1944, en Roma, durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo de partisanos detonó dos bombas contra una columna de policías de Bolzano (italianos germano parlantes): mataron a 28 de ellos y a tres civiles. El comandante de la Gestapo en Roma, Herbert Kappler, decidió hacer un escarmiento. Contó con la colaboración de Erich Priebke, a quien los argentinos conocen pues fue extraditado desde nuestro país a Italia para ser juzgado.

La represalia de las tropas de ocupación alemanas, indiscriminada, consistió en fusilar, tomados al azar, a diez italianos por cada una de las víctimas del ataque partisano. Los llevaron a las Fosas Ardeatinas, unas minas abandonadas cerca de Roma, y los asesinaron y enterraron allí. Resultaron 335 víctimas porque se equivocaron en las cuentas. Mientras ocurrían los hechos, circularon varias versiones para justificar la matanza: que antes de proceder al fusilamiento los ocupantes alemanes habían publicado un bando en el cual advertían acerca de las represalias en caso de atentado contra sus tropas; que habían empapelado Roma con bandos invitando a los responsables a entregarse. Al no hacer caso a las advertencias, ni entregarse después, los resistentes eran los responsables de las muertes perpetradas por las SS. El historiador italiano Sandro Portelli demostró que, aunque falaces, estas versiones construyeron un sentido común que funcionó como la “verdad” sobre lo que había sucedido. Los partisanos eran irracionales (no habían escuchado la advertencia, ni pensado en las consecuencias de sus actos) y cobardes (no se habían entregado y habían muerto inocentes en su lugar). Pero Portelli estableció que ese bando nunca había existido: fue un rumor que propalaron diarios conservadores, corrió de boca en boca, y se asentó en la memoria como verdad. En esa mentira, los resistentes eran los responsables del crimen nazi. Todo lo contó Portelli en un libro llamado La orden ya fue ejecutada. Roma, las Fosas Ardeatinas, la memoria.

Muchos de los que a finales del siglo XX empezamos a trabajar “temas de memoria” (que en Argentina aún significa “la época de la dictadura y Malvinas”) encontramos en ese libro una gran inspiración. En estos días en que con tanta impunidad y ligereza aparecen funcionarios, políticos, intelectuales y periodistas que impugnan lo que ya es cosa juzgada en la Argentina (el terrorismo de Estado), lo recordé con nostalgia y alguna amargura. ¿Hay que empezar todo de nuevo otra vez? ¿No logramos acumular conocimiento? Bastó rascar un poquito para que apareciera allí la foja cero a la que pretenden volver. Parecería que todo se reduce a opiniones, que no hay verdad posible, y que lo mejor que podemos hacer es “completar la memoria”.

Es verdad que se pueden profundizar temas, mejorar explicaciones, pero revisar la historia no es negarla. Eso lo aprendí, también, gracias a otro libro leído en aquellos primeros años como investigador: Los asesinos de la memoria, de Pierre Vidal – Naquet. Hijo de dos deportados asesinados en Auschwitz, este célebre helenista se propuso demostrar que los negacionistas no solo no hacen buena investigación histórica, sino que mienten. Desmontó los argumentos de Robert Faurisson, un negador del Holocausto. Lo hizo con método, y de una manera implacable, a pesar de que para ello tuvo que echar sal a sus heridas. Superó la prueba del propio involucramiento emotivo: “aquí no se trata de sentimientos” –escribió- “sino de la verdad. Esa palabra, que antes pesaba, tiene hoy en día una tendencia a disolverse”. Tal vez demasiado tajante, pero es que Vidal – Naquet supo que el peligro era muy grande, y no se podía dar el lujo de distraerse. Los negacionistas no quieren destruir la verdad “que es indestructible, sino la toma de conciencia de esa verdad”. Terrible, porque esa toma de conciencia es el momento de la decisión política, el paso previo a la acción. ¿Cómo paralizar a miles? Golpeando “a una comunidad sobre las mil fibras aún dolorosas que la ligan a su propio pasado”. Es un trabajo de zapa, que disfrazado de la revisión para avanzar, paraliza, no nos deja salir de un momento fundante a partir del horror: “se trata de privar, ideológicamente, a una comunidad de lo que representa su memoria histórica. Henos pues obligados, en última instancia, a probar lo ocurrido. Nosotros, que sabemos desde 1945, henos aquí forzados a ser demostrativos, elocuentes”. Reemplacemos “1945” por “1985”, el año histórico del Juicio a las Juntas. Hemos construido pisos de saber, aproximaciones a la verdad (pues no existe algo así como la verdad absoluta) pero resulta que hay quienes, escudados en el derecho a opinar, impugnan esa verdad juzgada.

Cuando hace años leía estos textos fascinantes, atrapado en el dolor y la esperanza de mi propio país, encontré también sentido para mi trabajo como historiador. Escribe Sandro Portelli, el autor de La orden…: “He entendido concretamente algo que sabía en teoría: una tradición es un proceso en el que también la simple repetición significa una responsabilidad crucial, porque el sutil encaje de la memoria se lacera de modo irreparable cada vez que alguien calla. No es solamente en África donde, como decía Jomo Kenyatta, se quema una biblioteca cada vez que muere un viejo; también en Italia, cada vez que un antifascista calla, se quema un pedazo de libertad”.

¿Hay que empezar todo de nuevo otra vez? ¿No logramos acumular conocimiento? Bastó rascar un poquito para que apareciera allí la foja cero a la que pretenden volver.

Vidal Naquet desmontó los argumentos de un negador del Holocausto. Lo hizo con método, y de una manera implacable, a pesar de que para ello tuvo que echar sal a sus heridas.

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¿Hay que empezar todo de nuevo otra vez? ¿No logramos acumular conocimiento? Bastó rascar un poquito para que apareciera allí la foja cero a la que pretenden volver.
Vidal Naquet desmontó los argumentos de un negador del Holocausto. Lo hizo con método, y de una manera implacable, a pesar de que para ello tuvo que echar sal a sus heridas.

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