Niñas madres, padres jóvenes (I)

Me cruzo con una joven de no más de quince años, menudita y enormemente embarazada, de la mano de un ¿novio, amigo, compañero, esposo?, y lo primero que pienso es qué suerte, el muchacho está con ella, se quieren (¿se quieren?), no ha sido abusada, no está sola. Es extraño pensar así frente a una total desconocida que pronto desaparece de nuestra vista. Una no reacciona del mismo modo frente a una mujer adulta embarazada. Pero cuando se trata de una adolescente todo el panorama cambia. ¿Habrá tenido educación sexual (y no sólo unas clases sobre órganos reproductores) en la escuela? ¿Alguien le habló alguna vez de anticonceptivos, la llevó a un ginecólogo/a? ¿Sabía que podía embarazarse la primera vez que tuviera relaciones? ¿Será madre o hermana mayor de ese bebé? ¿Sabrá lo que hace si una, madre de adolescentes, todavía no terminó de aprender? ¿La apoyará su familia?

Las cifras, según el último informe de Unicef, dicen que en Argentina nacen entre 2.800 y 3.200 niños de madres menores de 15 años, niños hijos de niñas… Pero como ésta no es columna de números sino de historias, va un relato honesto, crudo y de corazón de quien ha estado allí y ahora puede ponerle palabras a lo que ha vivido.

G. es una hermosa morocha, ya adulta y profesional, que fue madre a los 19 años. Así lo cuenta: “Una tarde mi pareja simplemente dijo: ¿y si tenemos un hijo? Desde hacía poco trabajábamos en una agencia de modelos y pasó que un día yo tuve que bajarme de la pasarela con vómitos. Me despidieron, claro, al tiempo que la prueba de embarazo daba positivo. Ambos lo tomamos con mucha alegría, sin pensar que no teníamos nada y que éramos universitarios, pero no nos importó. Su familia lo tomó con calma, tal vez porque 5 de sus 7 hermanas también se habían embarazado antes de los 18 y sin casarse, pero en mi casa fue un problema. Mi madre dijo que habíamos traicionado su confianza y mi papá nos castigó con el silencio. Luego supe que en el fondo se alegraron de que decidiera no abortar, como había hecho mi hermana.

Lo que significaba habernos precipitado de esa manera lo descubrimos cuando nos dimos cuenta de que no teníamos dónde vivir, por lo que no nos quedó más remedio que irnos a la casa de mis suegros. Nuestro hogar estaba en la azotea y era un cuarto de cartón, con techo de lámina y una cortina como puerta. Pasábamos un frío de morirnos pero no puedo negar que, en los diez años de matrimonio que duramos, ahí es donde fuimos más felices. Al cuarto mes de embarazo tuve pequeñas complicaciones y debimos mudarnos a casa de mi madre.

Luego, ya con el bebé, mi suegro nos consiguió un pequeño terreno en un barrio de calles sin pavimentar, sin drenaje y de construcciones de madera y cartón. Yo no paraba de llorar y finalmente me fui para no volver una noche en que mi hija fue mordida por una rata. Al dejar ese terreno perdí la simpatía de mi familia política y tuvimos que volver a la casa de mi madre, y así anduvimos de un lugar a otro durante un buen tiempo.

El día que nos fuimos a nuestra propia casa fue un gran respiro. Otro problema al que me enfrenté fueron los conflictos de autoridad, es muy complicado pasar de ser hija de familia a madre de familia en la misma casa y con las mismas personas. Nadie respetaba mi autoridad, me daba la impresión de que no me creían capaz de criar una hija y mi papá y mis tías tomaban decisiones que no les correspondían. Sólo mi mamá me respetaba en ese sentido.

A la larga lo logré, pero fue después de que me quitaron de las manos muchas decisiones sobre la crianza de mi beba.

Inmediatamente después de que nació mi hija intenté volver a estudiar pero justo mi mamá se enfermó y abandoné para ayudarla. Fue un año difícil, estaba aprendiendo a ser mamá y además tenía que atender a la mía. Renuncié a los estudios y a todo lo que implica: amigos, fiestas, cines, conciertos.

No me dolió en ese momento pero cuando volví a la universidad yo debía hacer rutina de madre y me perdía de todo lo demás. Cuando me separé de mi esposo admito que en ocasiones puse en peligro a mi hija porque me descontrolé un poco. Incluso llegué a dejarla sola para salir. No le contaba a nadie porque sabía que sería juzgada de “mala madre”.

Tuve mi segundo hijo a los 25 años y fue ahí donde reflexioné sobre lo que hice mal. A mi hijo lo disfruté más, con más calma, sin frustración, sin prisas, sin hambre de comerme el mundo.

Ahora me da pesar ver adolescentes embarazadas o con bebés, porque estoy casi segura de que no están siendo bien atendidos, que tienen una madre que no sabe lo que quiere y que no ha terminado de crecer. También me da pena porque casi puedo reconocer mi misma frustración adolescente en ellas”.

(Continuará)

“Me da pesar ver adolescentes embarazadas o con bebés, porque es casi seguro que tienen una madre que aún no sabe lo que quiere y que no terminó de crecer”. (G.)

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“Me da pesar ver adolescentes embarazadas o con bebés, porque es casi seguro que tienen una madre que aún no sabe lo que quiere y que no terminó de crecer”. (G.)

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