Trece razones y nunca alcanzan

El 5 de mayo del año pasado salió publicada en este diario la columna “Trece razones: el debate” en la que comentaba la serie norteamericana de la plataforma Netflix, 13 Reasons Why (Por 13 razones). Si bien en ese momento todos los que estamos cerca de adolescentes: padres, docentes, especialistas, consideramos que estaba bien abrir el diálogo y traer el tema del bullying al hogar, a la escuela; también muchos pensamos que la serie era, para decirlo del modo más sencillo, un desastre. Una mezcla de todo: acoso, agresión, violación, suicidio, para terminar no hablando de nada.

Bastante sufrimos esa primera temporada como para pensar en una segunda. Pero para Hollywood lo importante es entretener, recuperar la inversión y ganar más, y por eso la segunda temporada ya puede verse (y sufrirse) completa. Y es peor.

Hay que repetirlo como un mantra: “es una ficción”. Y sí, es una ficción actuada por actores jóvenes, lindos y exitosos. Pero la serie también fue promocionada como un espejo de lo que sucede en la sociedad y un punto de partida para buscar ayuda. Tal es así que esta segunda temporada comienza con cada uno de los actores ofreciendo datos y teléfonos a los espectadores adolescentes para que puedan pedir auxilio si sufren de alguno de los males que refleja la serie. Entonces, si ellos mismos están diciendo: “esto que ves en la TV es lo que puede suceder en el mundo real”, es lícito analizar y comparar la ficción con la vida.

En la ficción los padres de la joven que se suicidó luego de ser acosada y violada en la primera temporada, le hacen juicio a la escuela por no haber protegido a su hija. Por supuesto los directivos de la escuela y sus abogados harán lo posible por demostrar que esto no fue así y, “supuestamente” (las comillas no son gratuitas) toman medidas para que nada de eso vuelva a suceder. Y aquí es cuando el espectador adulto se pone a gritar frente a la pantalla y la serie, desde el primer momento, se va a la miércoles. Porque en esa escuela en la que pasó de todo (y pasará más y peor) no hay un solo adulto presente (las negritas no son gratuitas). Nunca. No hay profesores ni preceptores, ni porteros, ni empleados, ni secretarias, ningún adulto, nunca, en los recreos, en esos pasillos largos de escuela norteamericana, en los vestuarios, en los gimnasios, en los alrededores, recibiendo a los alumnos al llegar o despidiéndolos al irse.

En este mundo casi distópico de adolescentes que se agreden y violan los adultos no existen. Y los pocos que hay, en los hogares, son mostrados casi como autómatas que viven en sus propios mundos. No hay padres aquí que intuyan que el hijo se droga, por ejemplo. Ni que la hija fue violada.

Los padres no se avivan de que sus hijos han sido amenazados de muerte para que no hablen, incluso cuando la amenaza llega al propio hogar (un ladrillo que rompe una ventana, una muñeca ahorcada).

Estos padres no se dan cuenta de que el hijo usa de pronto gorro en su habitación para tapar las marcas porque le destrozaron la cabeza a golpes. No saben quiénes entran y salen de sus casas. No huelen drogas ni vómitos ni detectan actitudes sospechosas ni cambios de comportamiento. Oh, sí, son padres extremadamente comprensivos luego del suicidio de la primera temporada, de esos que dicen “estoy para hablar”, “sabés que podés contarme todo” y luego se van sin lograr que el hijo diga una palabra.

Pocas veces una serie (y hay que aguantar los 13 capítulos) que dice representar hechos reales me pareció tan alejada de la realidad. Y tan peligrosa.

Porque en este mundo sin adultos tampoco hay un solo joven con una pizca de sentido común. Uno que diga: acá, solos, no vamos a poder. Y porque lo hacen otra vez: así como en la temporada uno mostraron el suicidio de la joven, con lujo de detalles y enfoque cuasi romántico; aquí muestran la violación salvaje a un varón que casi parece un empalamiento.

Y el productor de la serie lo justifica, en un capítulo extra, contando que lo hicieron para desarrollar el concepto de “empatía radical”. O sea, necesitaban poner al espectador de parte del chico violado para que luego comprenda por qué va a su casa a buscar armas con la intención de matar a todos. Por supuesto esto habilita la pregunta: en un país en el que las matanzas en las escuelas se repiten como una pandemia, ¿es necesario justificar la violencia?

Pero por suerte los creadores de la serie son asesorados por una psiquiatra quien afirma a los espectadores que, en la vida real, las cosas deberían hacerse de otro modo. Y que ellos no aconsejan que los adolescentes intervengan frente a todas las problemáticas que muestran, sino que deben buscar la ayuda de padres, profesionales y policías, según corresponda.

Pero eso lo dicen al final y en capítulo aparte, claro. Cuando ya es tarde.

En esta serie que mezcla todo (acoso, agresión, violación, suicidio) y no habla de nada, no hay un sólo adulto presente. Y los pocos que hay son autómatas que viven en sus propios mundos.

Datos

En esta serie que mezcla todo (acoso, agresión, violación, suicidio) y no habla de nada, no hay un sólo adulto presente. Y los pocos que hay son autómatas que viven en sus propios mundos.

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