Amparo o desamparo

Por Alejandro Ramos Mejía

El 10 de diciembre de 1957, Nelly Frei de Neumeyer, Manuel Bustamante, José Enrique Gadano, Julio Raúl Rajneri, Justo Epifanio, Adalberto Pagano y Manuel Salgado entre otros, como convencionales de la provincia de Río Negro, sancionaron su primera Constitución.

Establecieron un cuerpo normativo moderno y progresista que previó más de treinta años antes, instituciones que luego fueron contempladas en la Constitución Nacional, fundamentalmente en lo atinente a los derechos humanos.

Ya en aquel entonces Salvador Dana Montaño, comentando la Constitución rionegrina, decía: «Nos congratulamos con el advenimiento de un instrumento constitucional (…) y por el hallazgo de fórmulas que dan a los recursos de amparo de las libertades individuales la mayor amplitud…».

Ello era así, pues la carta magna instituía un régimen especial para el recurso o acción de amparo de singulares características.

La Constitución de 1988 recepcionó y ratificó el régimen amparista en su artículo 43.

El texto prevé la posibilidad de promoción de este remedio por el lesionado o por terceros en su nombre de manera absolutamente informal, valiéndose de cualquier medio de comunicación y «a cualquier hora ante cualquier juez letrado».

La cuestión debe resolverse en forma inmediata.

En su decisión -dice el texto constitucional- el juez del amparo «ejerce su potestad jurisdiccional sobre todo otro poder o autoridad pública».

Queda claro que se cuenta de esta manera con una herramienta fundamental para remediar de inmediato situaciones extremas, en lo que concierne a la violación de los derechos individuales (Vg. La vida, la salud, la educación, la dignidad humana etc.) o colectivos.

Y fue en función de la aplicación de este remedio que se elaboró una doctrina judicial, la que interpretando cabalmente la letra y espíritu de la Constitución le confirió características y recaudos propios.

La urgencia, gravedad e irreparabilidad por otra vía son condiciones de admisibilidad del amparo.

Ello quiere decir que el amparo y su procedimiento especialísimo son de carácter excepcional para la atención de situaciones extremas que otro procedimiento judicial no puede solucionar en tiempo útil y eficaz.

También dentro de ese contexto y tomando en consideración el poder otorgado por la Constitución al juez del amparo, se construyó la tesis de la inapelabilidad de sus decisiones.

No cabía otra interpretación y así lo entendió el Dr. Nelson Echarren en su recordado voto en «Martegoutte de Ramos Mejía sobre amparo»: «Es exacto que el juez del amparo ejerce su potestad jurisdiccional sobre todo otro poder o autoridad pública. Dentro de ese razonamiento es dable sostener que las decisiones adoptadas por el juez del amparo no son recurribles».

Pocos años después, la historia institucional rionegrina produjo indeseados cambios en la materia.

La crisis socioeconómica que comenzó en 1994 y que tuvo su máxima expresión en 1995, caracterizada por la insatisfacción social y en virtud de los reiterados atrasos salariales en el sector público, tuvo un efecto multiplicador de las situaciones de emergencia.

Los trabajadores de la salud, de la educación y los jubilados mismos acudieron masivamente a los tribunales planteando acciones de amparo.

Es que los ciudadanos tenían la herramienta constitucional a su disposición y la utilizaron.

En muchas ocasiones el sistema funcionó y se dictaron sentencias favorables a estas pretensiones. Se intimaba perentoriamente al Poder Ejecutivo para que pagara los salarios.

Fue entonces que irrumpió en esta realidad la primera ley de apelación del amparo, Nº 2.921, que regulaba un procedimiento especifico, apareciendo el Superior Tribunal de Justicia como el órgano decisorio final.

Y más adelante, ya en 1998, la ley 3.235 marcó un hito fundamental en lo que puede conceptuarse una verdadera desnaturalización del amparo, a punto tal que hasta podría llegar a sostenerse su inexistencia.

Es que esta nueva ley contiene dos elementos que permiten sostener lo mas arriba expuesto.

En primer lugar, sólo podrá echar mano a este recurso la parte contra quien se deduzca la acción, porque la ley sólo admite el recurso en los casos en que se hace lugar a la acción de amparo.

Para que quede más claro: sólo podrá apelar el poder o autoridad pública que haya restringido, vulnerado o limitado derechos fundamentales que el amparo tutela; no así el justiciable reclamante si pierde.

Obvio es decir que esto marca una notable inequivalencia de las partes en el proceso con violación al derecho a la igualdad y a la garantía del debido proceso que descansa en la de la defensa en juicio (art. 18 Constitución Nacional y 22 de la Constitución provincial).

En segundo lugar la ley 3.235 establece que el recurso de apelación se concede «en relación y efecto suspensivo».

Para que el ciudadano común o «el hombre de a pie» (parafraseando al Dr. Lutz) pueda acceder a la comprensión de lo que este tecnicismo jurídico significa, entiendo valen algunos ejemplos.

Si a un ciudadano que por vía de amparo reclama la reparación de un derecho constitucional, un juez le acuerda razón, esto no quiere decir que en forma inmediata pueda restablecerse o acordarse el derecho negado. El llamado «efecto suspensivo «no es otra cosa que la suspensión de los efectos de la sentencia del juez que hizo lugar al reclamo y esta suspensión operará hasta tanto el Superior Tribunal de Justicia se expida en definitiva.

Entonces, si lo que se reclamó por ejemplo es por el derecho a la salud, exigiendo la provisión de medicamentos a una obra social renuente, aunque el juez del amparo así lo determine, puede en realidad que el paciente reclamante empeore o muera mientras dura el trámite de la apelación.

Si lo que se pidió es por el derecho a la educación, por una plaza escolar inexistente en el ciclo lectivo, es posible también que el alumno vea echa trizas su ilusión y posibilidad en tiempo y forma.

Y como ésos, serían innumerables los ejemplos…

Menester es señalar también que pese a la perversidad del sistema, la calidad humana y jurídica de jueces de distinto grado y jerarquía han permitido en algunas ocasiones dar soluciones a casos concretos.

En ese contexto no debe caber ninguna duda de que las leyes comentadas conculcan abiertamente el artículo 15 de la Constitución en cuanto dispone: «Las declaraciones derechos y garantías que enumera esta Constitución no podrán ser alterados por las leyes que reglamentan su ejercicio…».

Para que ello no ocurra, queda en manos de los jueces la necesaria declaración de inconstitucionalidad que posibilita nuestro ordenamiento y a partir de 1994 la Constitución Nacional en su Art. 43.

También, en la de los señores legisladores, para que actuando en consecuencia deroguen las leyes inconstitucionales o dicten aquellas que se compadezcan con la naturaleza de las instituciones, ratificando una posición estricta en la defensa de los derechos humanos y respetando así el pensamiento de los convencionales del '57, como también el de Albrieu, Buyayisqui, Carosio, Iwanow, Ponce de León, Caldelari, Rodrigo y todos los demás convencionales de 1988.

Para que no perdamos la memoria.

Para que no cunda el desamparo.


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