Combatir la corrupción no es fácil

JAMES NEILSON

Según lo veo

La presidenta brasileña Dilma Rousseff ya ha echado de su gabinete a siete ministros por creerlos corruptos. Otros están en capilla. De seguir así, Dilma pronto tendrá que limitarse a elegir sus colaboradores entre personas que nunca han militado en un partido significante. Por lo demás, la sucesora de Luiz Inácio Lula da Silva, un mandatario que no se preocupaba por lo que a su entender eran nimiedades, corre el riesgo de enfrentar rebeliones parlamentarias que le impidan gobernar con un mínimo de eficiencia. Es que, como aprendieron los italianos luego de ponerse en marcha hace veinte años la purga espectacular que llamaron “manos limpias” y culminó con la caída en desgracia de buena parte de la dirigencia tradicional, no es nada sencillo reemplazar un código político basado en el intercambio de favores por otro más severo que se inspira en los principios éticos rígidos que todos dicen venerar. Lo sería si sólo fuera cuestión de una pequeña minoría de ovejas negras, pero en sociedades acostumbradas a la doble moral, en las que la conducta de las personas tiene muy poco que ver con los valores que reivindican, todos los miembros de la clase dirigente, con la eventual excepción de algunos jóvenes, han sido ellos mismos culpables de actos de corrupción o han optado por pasar por alto los cometidos por sus congéneres, convirtiéndose así en cómplices, si bien pasivos, de los malhechores. Por lo tanto, una campaña destinada a eliminar la corrupción no tardará en adquirir dimensiones revolucionarias al suponer el desmantelamiento de los principales partidos políticos, comenzando con el oficialista, y de la administración pública existente. Aunque los esfuerzos de Dilma por depurar su propio gobierno, eliminando uno tras otro a los acusados de coimear, traficar influencias y enriquecerse por medios no confesables, le han granjeado el apoyo de decenas de millones de brasileños que, como es natural, están hartos de verse despojados sistemáticamente por quienes dicen ser sus benefactores, sorprendería que cambiaran mucho. Por cierto, el operativo “manos limpias” no transformó a Italia en un país llamativamente menos corrupto; antes bien, despejó el camino para Silvio Berlusconi y sus allegados, que lo dominarían por muchos años. Para que una campaña en contra de la corrupción sistémica tuviera éxito sería necesario un consenso en el sentido de que constituye un obstáculo enorme al desarrollo, pero en los últimos años Brasil ha progresado de manera notable al reducirse la proporción de indigentes, crecer la clase media hasta abarcar al grueso de la población y conseguir un lugar entre los países que, según algunos futurólogos, desempeñarán un papel protagónico en el mundo de mañana. En buena lógica, debería de ser claramente mejor llevar a cabo reformas drásticas cuando todo parece andar viento en popa, pero en la mayoría de los casos es más realista emprenderlas cuando un país se debate en lo que, de acuerdo común, es una crisis terminal. Por dicha razón en Italia el gobierno “tecnocrático” de Mario Monti está mejor ubicado que los anteriores para hacer mella en la cultura de la corrupción; a juicio de sus compatriotas, está en juego el destino de su país. Según Transparencia Internacional, la Argentina es mucho más corrupta que Brasil. Así las cosas, en el caso nada probable de que a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se le ocurriera procurar emular a su homóloga brasileña, sería de suponer que se vería constreñida a diezmar una y otra vez a su propio gabinete, echando a vaya a saber cuántos ministros, secretarios y subsecretarios, además de una cantidad sin duda impresionante de funcionarios menores. También tendrían que proceder de tal modo casi todos los gobernadores provinciales –los sobrevivientes de una purga en serio, se entiende–, los intendentes de centenares de municipalidades, los jefes policiales, los encargados de diversas empresas públicas y otros que han estado en condiciones de aprovechar oportunidades para lucrar a costillas de los demás. Aunque Cristina misma fuera una puritana de principios excepcionalmente rigurosos, sería comprensible que decidiera que, en vista de las dificultades prácticas que provocaría una reforma moralizadora realmente vigorosa, le convendría permitir que sus subordinados siguieran actuando conforme a los “códigos de la política” ya tradicionales sin tratar de obligarlos a respetar los que en teoría, pero sólo en teoría, rigen en el mundillo político nacional. La corrupción es un mal típico de sociedades en las que la democracia aún es una aspiración, una obra todavía incompleta. En tales sociedades la clase política consigue independizarse para conformar una corporación con sus propias reglas. Con la ayuda de la corporación judicial, sus integrantes suelen defender a los suyos, aunque a veces abandonan a su suerte a algunos “emblemáticos”, chivos expiatorios elegidos porque se supone que, por ser personas sin mucho poder, sacrificarlos servirá para brindar la impresión de que, por fin, los políticos están haciendo un esfuerzo genuino por ponerse a la altura de sus pretensiones. ¿Incide la corrupción en el desarrollo tanto económico como social? Desde luego que sí. En una sociedad en la que los políticos se saben bajo vigilancia y entienden que cualquier desliz podría costarles muy caro, estarán más dispuestos a dar prioridad al bien común que en una en la que se sienten libres para privilegiar la evolución de su propio patrimonio y aquellos de sus parientes, amigos y aliados circunstanciales. He aquí una razón por la que, en términos generales, los países de largas tradiciones democráticas son más prósperos que otros que, hasta hace apenas una generación, estaban gobernados con frecuencia por regímenes dictatoriales. Asimismo, aunque la herencia cultural y religiosa tiene cierta importancia, pesa mucho menos que el compromiso de los gobernantes con la honestidad, razón por la que la ciudad todavía autónoma de Hong Kong, y la plenamente independiente de Singapur, están entre las jurisdicciones menos corruptas del planeta, mientras que China, la “madre patria” de sus habitantes, es considerada levemente más corrupta que Brasil aunque, huelga decirlo, lo es mucho menos que la Argentina que, a juicio de los consultados por Transparencia Internacional, en este ámbito compite con las cleptocracias africanas más impúdicas.


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