Cómo garantizar la pobreza

Hace un par de años, un equipo de investigadores del Banco Mundial encabezados por el ambientalista Kirk Hamilton intentó calcular el aporte relativo a la riqueza de las naciones no sólo de los recursos naturales, la industria y los servicios, sino también de «intangibles» como la educación y el respeto por la ley. Después de estudiar una multitud de factores distintos, llegó a la conclusión de que en el mundo en su conjunto el «capital natural» es responsable sólo del 5% del ingreso, el «capital producido» del 18% y el «capital intangible», principalmente el supuesto por la seguridad jurídica, de nada menos que el 77%, una proporción que en los países avanzados supera el 90%.

Cuánto más pobre es un país, menor será la contribución a su bienestar de lo aprendido por sus habitantes y de las instituciones que han sabido construir y mantener, puesto que dependerá de la agricultura rudimentaria, por lo común de subsistencia en los países más atrasados, y de la venta de materias primas. Mientras que las naciones ricas, con la presunta excepción de algunos emiratos petroleros escasamente poblados, se destacarán por la calidad de sus instituciones. Cuando éstas se deterioran, la economía no tarda en verse perjudicada, como en efecto está sucediendo actualmente en Italia, un país que se ha hecho célebre por la corrupción de sus funcionarios y por el letargo extraordinario de sus tribunales que según algunos corre, como consecuencia, el peligro de experimentar una debacle parecida a la protagonizada por la Argentina.

Aunque pueden discutirse los porcentajes que reflejan la manía contemporánea de convertir todo en números, es evidente que en términos generales la tesis de los investigadores del Banco Mundial corresponde a la realidad. Lo que distingue a los países ricos de los demás no son los recursos naturales, que inciden muy poco en la capacidad productiva de las sociedades modernas, sino que a través de los años hayan logrado desarrollar instituciones políticas y legales que ayudan a impulsar las actividades económicas porque parecen racionales y son dignas de confianza. Por tanto, los dirigentes de cualquier país tercermundista cuyos habitantes aspiran a disfrutar de un nivel de vida mejor tendrían forzosamente que dar prioridad a la salud institucional, ya que de otro modo no tendrá posibilidad alguna de progresar más allá de cierto punto.

Es lo que hizo Singapur que, luego de romper con Malasia para independizarse en 1965, se dotó de un sistema legal severo pero confiable, con el resultado de que en un par de décadas se transformó de un puerto maloliente paupérrimo en uno de los emporios más opulentos de Asia. En la actualidad, los singapurenses, cuyos únicos recursos son los humanos, es decir, los singapurenses mismos, gozan de ingresos que son equiparables con los alemanes y tres veces más altos que los de Malasia. Así las cosas, no es del todo absurdo suponer que, de haber optado los dirigentes argentinos hace cuarenta años por emprender un rumbo similar, privilegiando la educación y las instituciones en vez de probar suerte con una sucesión de gobiernos militares y populistas, su estado económico actual se parecería más al francés, digamos, que al boliviano.

Las dimensiones del déficit institucional del país son impactantes. Según el índice del respeto por el imperio de la ley que fue confeccionado por el Banco Mundial, en el 2002, la Argentina se ubicó entre los peores, por debajo incluso de Etiopía, y si bien desde entonces su rating ha mejorado, aún se encuentra muy lejos de países desarrollados, lo que quiere decir que toda vez que se produce una crisis financiera internacional los preocupados por el destino del dinero que tienen aquí no titubearán en trasladarlo a un lugar más seguro. Claro, no es una cuestión tanto de impresionar positivamente a los inversores extranjeros cuanto de convencer a todos, desde el peón analfabeto más humilde hasta el multimillonario emprendedor que sueña con crear una nueva industria, de que la Argentina es un país en el que la igualdad ante la ley es genuina, que se respetan los derechos de propiedad de cada uno y que el talento, la honestidad y el esfuerzo valen más que la viveza.

Por desgracia, construir buenas instituciones en países gobernados por individuos que están acostumbrados a la arbitrariedad no es una tarea fácil. Donde la ley es flexible, por decirlo así, suelen abundar personajes poderosos que por motivos comprensibles no tienen interés alguno en subordinarse a nimiedades como constituciones y leyes y que están más que dispuestos a sabotear los esfuerzos de quienes quieren que las que en teoría ya existen sean algo más que una mera expresión de deseos. En tales países, un abismo mide entre las reglas que en realidad rigen y las que figuran en la legislación. Como es natural, quienes se creen beneficiados por el orden imperante son reacios a verlo reemplazado por otro que sea hipotéticamente mejor pero que a su juicio los privaría de oportunidades para conservar su lugar en la sociedad. Puesto que en los países pobres las emergencias son frecuentes, a los decididos a obstaculizar las reformas no les faltan pretextos para borrar lo ya conseguido, devolviendo la construcción de un Estado de derecho confiable al punto de partida. Es lo que sucedió aquí hace poco más de cinco años cuando el en aquel entonces presidente interino Eduardo Duhalde optó por esquilmar a los ahorristas en beneficio de sus amigos «productivos» endeudados. Para que pareciera menos escandalosa la transferencia fenomenal de recursos que llevaba a cabo, dio a entender que el dinero confiscado procedía de la «deuda externa», pasando por alto el hecho de que casi el 40% del total haya pertenecido a argentinos.

Es imposible saber cuánto nos costó aquel alarde de irresponsabilidad cortoplacista, pero a menos que pronto se produzca un cambio harto improbable, nuestros hijos, nietos y bisnietos seguirán pagando una parte del precio. Sin embargo, aunque el presidente Néstor Kirchner y su esposa parecen entender que sería positiva una serie de reformas que sirvieran para que por fin el país tuviera instituciones apropiadas para los tiempos que corren, a juzgar por su conducta temen tanto a que un parlamento que funcionara como es debido y una Justicia independiente les ocasionaran problemas, que han elegido frustrar todos los intentos de rejuvenecerlos, de ahí el abuso reiterado de los decretos de necesidad y urgencia que, para alivio de los diputados más obsecuentes y haraganes, hacen de la Cámara baja un sello de goma y los cambios en el Consejo de la Magistratura que dieron aún más poder a los representantes del matrimonio gobernante.

Si tomamos en cuenta la importancia fundamental de las instituciones, queda bien en claro que la pobreza de la Argentina, un país que en otras épocas se consideró rico por antonomasia por poseer tantos recursos naturales, dista de ser tan paradójica como a muchos les gustaría suponer. Tampoco es atribuible a una maligna conspiración foránea, como quisieran hacer pensar aquellos políticos que tratan por todos los medios de desviar la atención de su propia voluntad de luchar denodadamente en favor de un statu quo que dicen aborrecer.

Puesto que el respeto por la ley es la clave del desarrollo, no hay forma en que la Argentina hubiera podido emular a países a primera vista comparables como Australia y Canadá, Italia y, últimamente, España, sin crear primero un armazón institucional adecuado. En vista de la condición penosa de las estructuras políticas del país, lo arcaica que es la legislación y los defectos patentes del sistema judicial, es lógico que el ingreso per cápita argentino apenas llegue a la tercera parte del norteamericano y la mitad del europeo occidental. Al fin y al cabo, siempre fue previsible que la negativa a aprovechar lo que es la fuente de riqueza primordial de toda sociedad moderna sería la pobreza.

JAMES NEILSON


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