Como varoncito, ¿vio?

Susana estaba a sus anchas, relatando al movilero el “milagro” del barrio: Victoria, de tres años, cayó de un tercer piso… y se salvó. Seguramente usted lo recuerda, porque no había zapping que valiera: el milagro se repetía una y otra vez. Y Susana tuvo sus más de quince minutos de fama: la mujer, vecina de la familia de la nena, relataba maravillada que “se trepaba como un varoncito a la baranda de la escalera y se ponía cabeza abajo. Es muy movediza, como un varoncito, ¿vio?”. Y seguía desgranando sus prejuicios acerca de los roles de nenes y nenas: “Pero es un bomboncito de dulce de leche, tan tierna, cariñosa…”. Susana tendrá unos cincuenta años. No diré que se crió dentro los criterios de la igualdad de sexos; sin embargo, tampoco es del tiempo de María Castaña. Desgraciadamente, no es la única. A pesar de que naturalmente niños y niñas tienden a jugar con los mismos objetos, corren, trepan y emiten los mismos insultos, mamá y papá y la mayoría de los sectores sociales, comparten su criterio. Regálele a una nena un camioncito o a un varón un bebé… va a arder Troya. Así, poco a poco, mechados con epítetos como no seas ridícula, sentate bien, o alabanzas como así me gusta, limpita; reconvenciones como nene, dejá las pinturas de tu hermana, los varones no se pintan, o distribución de deportes según retrógrados criterios de sexo, como no seas machona, metida entre esos pibes jugando fútbol, la igualdad que venía en el combo del nacimiento se va estereotipando. No es raro, entonces, que Susana primero sea fiscal de Victoria y luego su abogado defensor. Si yo hubiera estado en el lugar de la piba, seguro treparía escaleras. Porque me vi de golpe, en esas jugarretas que nos hace el tiempo –que se ríe de los verbos presente y pasado–, en mi tumultuosa infancia. Me fascinaba seguir a mis hermanos varones en sus aventuras, como aquella de treparse a un provecto álamo que teníamos en el patrio, de tal modo que su altura sería al menos de veinte metros. Competíamos a ver quién llegaba más arriba. La que suscribe, rama a rama, ramita a ramita, llegó casi hasta la punta. Aún puedo sentir el balanceo pendular del álamo, que iba y venía con mi peso, y el enorme placer de estar a la altura de los pájaros y a la vez, el corazón y la adrenalina a mil, en esta empresa de alto riesgo. Hasta que el vozarrón de mi papá, el doctor Salto, ordenó “¡bajate de ahí!”. Al doctor Salto no se le discutía. Al menos, yo no le discutía, ni lo hice hasta que mi propia experiencia de vida, alrededor de los veinte años, me hizo enfrentarlo con el plato de mi balanza conteniendo una pesa pesada: el Cordobazo, y yo en él. Lástima que este hombre machista murió tan joven; ya empezaba a respetarme, y ese respeto generaba un puente fascinante y nuevo. (Ah. Yo seguí subiendo al álamo… claro que cuando el doc no estaba). Amigos, amigas, por favor, por favor, dejen a los niños y a las niñas “ser”. Tiene sus riesgos, pero criar una Barbie trucha es mucho, mucho más arriesgado. Y modelar una suerte de machito frustrado también. Alguien me vino con esto: “Viste, esa nena tan movediza en lo que terminó, si hubiera obedecido a la mamá que le dijo no vayas al balcón, pero no, tenía que desobedecerla”. Para empezar, inquieta o no, que yo sepa y así me han enseñado, no se deja a una criatura sola. Así que no me birlen el verdadero problema, que es acuñar actitudes culturales muy, muy difíciles de cambiar después. Y eso que el feminismo viene marchando… Victoria, signada por su nombre, se despliega. Va a ser difícil parar su marcha, por más que le pasen la factura de su accidente cada vez que trepe a algo… en esta guerra, las Victorias vencerán.

EN CLAVE DE Y

MARÍA EMILIA SALTO bebasalto@hotmail.com


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