Comodoro Py

Por Jorge Gadano

Nada se sabía en la Argentina de la existencia del comodoro Py. Ni siquiera a qué fuerza armada había pertenecido, porque los comodoros son ahora de la Fuerza Aérea, pero antes, como el comodoro Rivadavia, eran de la Armada. Pero desde que los tribunales federales se instalaron en un edificio de la zona portuaria de Buenos Aires, ubicado en una calle que lleva su nombre, se ha podido saber que ese tal comodoro fue una persona de carne y hueso.

Se desconocen, en cambio, los méritos del comodoro Py. Se supone que algunos tuvo, porque no por nada una calle lleva su nombre. Algo, aunque no sea mucho, habrá hecho de importante, aunque ahora su nombre no importe por eso, sino porque, como se verá más adelante, las más grandes calamidades del último cuarto de siglo de nuestra historia estén desfilando por esa calle.

El comodoro Luis Py, sépanlo ustedes, encabezó una expedición marinera a la provincia de Santa Cruz a fines de 1878, para hacer en aquel territorio una reivindicación de soberanía frente al avance de los chilenos. El Departamento de Estudios Históricos Navales de la Armada Nacional hizo llegar a este diario una reseña biográfica del marino que relata el incidente santacruceño.

Resulta que, siendo presidente Nicolás Avellaneda, se supo que la cañonera chilena Magallanes había, en una atrevida incursión por nuestro mar Atlántico, capturado en la isla Leones, perteneciente al territorio de Santa Cruz, al barco norteamericano Devonshire. Con un atrevimiento mayor aún, si cabe, se lo llevaron a Punta Arenas.

Como correspondía, se envió allá una flota de guerra, bajo el mando de Py. Pero cuando llegaron al lugar, aquellos pícaros chilenos ya no estaban. La reseña dice que «la bahía estaba libre de barcos extranjeros». Por las dudas, la flota «permaneció en el lugar ejerciendo vigilancia hasta setiembre de l879, fecha en que recibió órdenes de regresar a Buenos Aires». Nada dice la reseña del destino del Devonshire, aunque se supone que, si era norteamericano, habrá sido devuelto junto con sus tripulantes.

Py murió en 1884. Una semblanza dedicada a su memoria señala que «si se hubiera alzado en el puente de mando de las naves de la república en los días en que se combatía por la independencia, habría alcanzado por la tenacidad en el cometido el renombre de Rosales, y por su serena intrepidez la fama de Bouchard».

Seguramente, no faltarán quienes sostengan que no importa tanto la gesta del comodoro Py -ahora estamos en paz con nuestros vecinos- como la de los personajes que están desfilando ante los jueces federales que atienden en el edificio aludido. Y habría que darles la razón porque, por ejemplo, el martes pasado los defensores de Carlos Menem, sospechado de haber sido el jefe de una asociación ilícita, presentaron en el juzgado de Jorge Urso un recurso de apelación contra el auto de procesamiento y prisión preventiva impuestos por el juez al ex presidente. El mismo día entró por otra puerta, la del juzgado a cargo del doctor Rodolfo Canicoba Corral, el ex dictador Jorge Rafael Videla, conducido allí para ser notificado de una resolución igual a la adoptada por Urso con respecto a Menem, procesamiento y prisión preventiva, y por el mismo delito, asociación ilícita.

Que en buena parte de nuestra historia reciente hayamos tenido presidentes -uno militar, el otro civil- acusados de haber encabezado bandas formadas para cometer delitos, es un ineludible motivo para la reflexión. Hay entre los militares quienes pregonan la necesidad de olvidar el pasado para así echar las bases de una definitiva reconciliación entre los argentinos. En el caso del «Plan Cóndor», que involucra a Videla entre varios dictadores latinoamericanos, se podría alegar también el principio de igualdad ante la ley, porque en los mismos días en que se procesaba a nuestro dictador se sobreseía a Pinochet. Tratándose de Menem, y como no se puede apelar al olvido porque los delitos que se le imputan son demasiado actuales, sus defensores dicen que es un perseguido político y que se está «judicializando la política» o «politizando la justicia». Lo que sea, con tal de sacarlo. Pero como los crímenes están a la vista, nadie puede negar que existieron.

Pesa además sobre el recuerdo, hasta el punto de tornarlo casi intolerable, que los nombres de los dos jueces que investigan habrían figurado anotados en la servilleta que, presuntamente, Carlos Corach entregó a Domingo Cavallo enterándolo de que eran hombres de confianza del gobierno. Y que, por fin -aunque esto no parece tener final- hay una suerte de complicidad moral entre ambos perseguidos, porque uno, Menem, indultó al otro, Videla, para liberarlo de la condena que se le impuso por otros crímenes.

La Argentina es un país agobiante, una carga que se lleva sobre los hombros con la fuerza que sólo puede dar el afecto. Es así porque ni siquiera el que se va se libera del recuerdo y por eso vuelve no bien puede, aún consciente de que lo va a lamentar. Pero es preferible el sufrimiento al olvido. Uno de nuestros idiomas maternos, el castellano, dice en el Cid Campeador que sólo se olvidan de todo lo pasado quienes beben en el río del infierno. Y en el otro, el italiano, olvidar es dimenticar, que significa escisión de la mente. El olvido es locura. De modo que hay que ser cuerdo, porque, además, lo cuerdo es lo cordial, lo del corazón.


Nada se sabía en la Argentina de la existencia del comodoro Py. Ni siquiera a qué fuerza armada había pertenecido, porque los comodoros son ahora de la Fuerza Aérea, pero antes, como el comodoro Rivadavia, eran de la Armada. Pero desde que los tribunales federales se instalaron en un edificio de la zona portuaria de Buenos Aires, ubicado en una calle que lleva su nombre, se ha podido saber que ese tal comodoro fue una persona de carne y hueso.

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