Condenados

Por Jorge Gadano

El presidente Eduardo Duhalde quiere convencerse de que «los argentinos estamos condenados al éxito». Alguien le pasó la frase y quedó tan encantado con ella que parece haber decidido incorporarla a cuanto discurso pronuncie en horas graves. El último fue el divulgado después de que el grupo que preside el riojano Julio Nazareno (la denominada Corte Suprema de Justicia) se acordó de que su misión consistía en hacer justicia y declaró inconstitucional la ley del «corralito».

Algún asesor -aun en las peores épocas los presidentes están rodeados de asesores que se ganan la vida pergeñando ideas geniales a cambio de algunos miles- debe de haberle explicado que si se logra convencer a los argentinos de que esa condena existe, todo el país se tranquilizará esperando la hora del éxito, que fatalmente llegará. Será absolutamente ocioso, por lo tanto, salir a las calles, bien para hacer sonar cacerolas, bien para cortarlas.

Es claro que el efecto de la frase no será el mismo en el exterior. Muy por el contrario, servirá para que muchos confirmen que aquí, como no tenemos duda de que nuestro destino fatal es el triunfo, no haremos nada para alcanzarlo. En cualquier caso, si hace falta hacer algo serán otros los responsables del esfuerzo, aquellos privados de la condena al éxito que beneficia a los habitantes de esta tierra.

No faltarán quienes piensen, no sin fundamento, que ha sido la triunfal carrera hacia el matrimonio real de nuestra compatriota Máxima Zorreguieta el argumento que terminó de convencer al presidente, sobre todo cuando supo que 900 millones de personas verían la boda por televisión y que Máxima, ya princesa, recibirá 625.000 dólares al año. Ese fajo será sólo para sus gastos personales, porque para pagar al personal de servicio del castillo Wassennaar, donde vivirá, recibirá 230.000.

Está claro que la flamante integrante de la casa de Orange es una condenada al éxito. Hasta que, en Sevilla, logró llegar al corazón del príncipe Alejandro Guillermo (que ganará 800.000), no era más que la hija de Jorge Horacio Zorreguieta, un hombre que sí era conocido en la Argentina, aunque no por las mejores razones.

Los acontecimientos de las últimas semanas, desde el 19 de diciembre para acá, han hecho de la Argentina un país dependiente de la caridad pública. La dependencia llega a tal grado, que lo que antes nuestra Cancillería disimulaba pudorosamente -como era el propósito de votar contra Cuba en la cuestión de los derechos humanos- ahora lo presenta como moneda de cambio para ganar el favor de los Estados Unidos en el FMI.

¿De dónde, entonces, la condena al éxito? La Argentina cuenta con personajes exitosos que han alcanzado altos índices de popularidad en el mundo: Gardel, Fangio, Eva Perón, Maradona. Otros, no tan populares, son Borges, Houssay, Leloir. ¿Acaso Duhalde piense en ellos, o en el país que nació con la generación del «80?

Lo que nos dice la historia más cercana -que Duhalde no puede desconocer porque se relaciona con su partido político y sus líderes- es que si hay una condena, es al fracaso. La memoria presidencial no puede ser tan frágil como para haber olvidado el «gobierno» de la presidenta María Estela Martínez de Perón y a su ministro de Bienestar Social, José López Rega. Menos aún al más cercano de Carlos Menem y sus colaboradores de los tres poderes del Estado (sin hablar de los militares). Debe saber el presidente que la consigna «que se vayan todos» gana las gargantas de los miles que se reúnen en calles y plazas de todo el país no por un capricho, sino porque la memoria, aún agobiante, está ahí. Es duro recordar, pero ¿cómo olvidar? No se puede olvidar la carrera política del presidente, ni la del canciller Carlos Ruckauf, ambos notorios ejemplos de lo que el justicialismo le ha «aportado» al país en las últimas décadas. Es verdad, no obstante, que no tienen los peronistas el monopolio del fracaso. Los radicales los han acompañado dignamente, demostrando que son insuperables en la incapacidad de completar mandatos y que en eso, además, cada vez mejoran sus performances, porque si Alfonsín se fue cuando llevaba cinco años y medio, De la Rúa sólo completó dos.

De lo que no cabe duda es de que hacen falta condenas. Si hay algo que singulariza a la historia de fracasos de este país es que todo el mundo sale indemne. A nadie escapa que existe una multitud de funcionarios públicos, integrantes de los gobiernos civiles y militares que amasaron la tragedia de hoy, que han incumplido sus deberes. Para decirlo de modo indulgente, sus conductas rozan la ley penal. Sólo la aplicación rigurosa de un artículo, el que castiga el abuso de autoridad y la violación de los deberes de los funcionarios públicos, haría que las cárceles no alcanzaran para albergar a los miles que lo violaron. Claro que, como el plazo de prescripción, equivalente al máximo de la pena, es de dos años, habría que decir, con el inolvidable Alberto Olmedo, «eso prescribió».


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