Conectados: “Cuando suene el silbato”

El humo de los habanos desfiguraba los rostros. Pero, en el silencio de esa noche de verano, las voces eran claras, como solo las abrillanta el aguardiente y la caña.

Desde el montecito de eucaliptus que se extendía a la orilla de la estación, la lechuza chistaba acompañando la conversación de los hombres. Una brisa suave mecía las ramas alterando las sombras del alero y en la mesa caían despacio los naipes, como las miradas, como las sentencias.

– Vea usted, don Eleuterio, este país es famoso por sus ferrocarriles y los paisanos no la quieren entender. Si no cooperan, nunca vamos a progresar. La capital se lleva todos los laureles y el interior se desangra cosechando como lo hacían nuestros abuelos. Usted me tiene que ayudar, a usted lo siguen todos.

– Lo que usted quiera, señor diputado, lo que usted diga, pero yo le aseguro que por acá, por Cañadón de las Vacas, no ha pasado jamás el tren, ni para la inauguración de la estación. Vea usted las vías, señor diputado, en ese yuyal ya se esconden las comadrejas, los yacarés y los delincuentes. Y no me venga con la cantinela de que las vías enlazan todos los rincones de la nación, yo le digo que por acá, nunca sonó el silbato del tren.

Y bajó el puño sobre el tablón despintado. La lechuza se calló.

– Bueno, bueno, don Eleuterio, no se ponga así, usted sabe que yo estoy en mi banca trabajando por el interior, por mi gente. En la capital sabemos que solamente falta que las formaciones cumplan las indicaciones escritas expresamente en las guías y que pasen por las estaciones. Yo mismo he redactado los itinerarios. Pero eso se arregla en cuestión de días. Ya se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas.

– Señor diputado, usted me está insinuando que nosotros vivimos donde este país se termina y tal vez sea así. Pero nos necesitan. No se olvide que usted llegó a la capital porque algunos de nosotros lo llevamos en carreta hasta allá. ¿O no se acuerda? Y que si se quiere volver, va a tener que subirse solito al caballo. ¿Entendió, señor diputado?

– Mire, don Eleuterio, lo que entiendo es que el país tiene que progresar sí o sí, es una necesidad, hay muchos habitantes del país que así lo esperan, como yo; mientras tanto, aceptan sin miramientos las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

Ya nadie barajaba los naipes, nadie bebía. Los brazos tensos, las miradas torvas, cada paisano sabía el juego que se jugaba.

– ¿Usted me está tratando a mí de antipatriota, vendido del carajo?

Clareaba sobre Cañadón de las Vacas. El piso del patio estaba mojado todavía y quedaban algunos charcos que se evaporarían pronto. De la sangre no había rastros.

Catalina se sentó y esperó.

Como todas las mañanas desde hacía diez años, ella se acomodó a esperar. Una década atrás, los obreros llegaron para alterar la paz del pueblo y en medio del griterío engastaron las vías del tren sobre los pastizales, justo donde ella lo esperaba. Sobre el único banco sano que le quedaba a la estación, sobre el que aún no treparon las enredaderas, ella se sentó otra mañana más.

Jacinto Ledesma se había ido a la capital hacía muchos años. Le había prometido venir a buscarla montado en el tren. Nunca más lo volvió a ver. Ni él ni el tren. Ella le había dado sus cintas rosadas para que él las trenzara en sus botas y la recordara mientras la capital lo seducía. Sólo le llegaron dos cartas en todos estos años, fueron emotivas, casi sinceras.

Ledesma fue el diputado más joven elegido por la provincia. Lo había ayudado ser el nieto de uno de los héroes de la Batalla de Sierra Grande. Rápidamente se ganó los votos de su pueblo y el apoyo de los intendentes de toda la región, viejos hacendados que acaudillaban tanto peones como tropas. Prometió muchas cosas antes de irse, suministros, líneas de telégrafo, el tren, amor eterno.

Nada de todo ello pudo cumplir.

Esa mañana, Catalina fijó los ojos sobre las vías. Ya el calor reverberaba el paisaje. Hacía varias semanas venía soñando lo mismo, Jacinto traía el tren atado a su muñeca, caminando despacio delante de la mole, como si fuera un perro manso siguiendo a su dueño. Y ella sabía que el sueño se cumpliría ese día, y no otro. Por eso estaba empeñada en descubrirlo antes que él la viera a ella esperándolo desde hacía una eternidad, ajándose lentamente, como la estación de trenes.

No le importaba el sol que le daba de lleno sobre el tul del sombrerito. No le importaban las moscas. No le importaba nada. Sólo bajó la vista para alisarse la falda que la brisa estaba desordenando. La brisa. ¿De dónde venía esa ráfaga que solo a ella mecía? Miró el eucaliptus, no se movía ni una sola hoja, pero el susurro del viento crecía sobre las vías y le revolvía el peinado. Solamente ella lo sentía. Comenzó a escuchar las notas de una vieja canción silbada despacio. Reconoció el silbato. Reconoció la vieja melodía. Se levantó apresurada. Dejó sobre el banco el sombrerito de tul, la cartera, el ramito de flores silvestres. Corrió hasta pararse sobre las vías y miró con desesperación el horizonte. Tan solo se veía un tierral que crecía imparable, como traído por un sonda fuera de época.

Y lo vio, venía caminando despacio, sonriente, con el traje de diputado y las cintas rosadas prendidas en la solapa. Detrás de él, resoplando dócilmente, avanzaba la enorme locomotora. ¡Al fin había venido! Ella sabía que iba a ser así. Corrió hasta él. La maleza le lastimaba las piernas, pero

no se detuvo. Se cayó y se lastimó, pero ni se fijó en la sangre que le brotaba de la rodilla. Se levantó y siguió corriendo hacia los brazos que él tendía.

Encontraron los cuerpos destrozados. Estaban juntos a pesar de haber sido arrollados por el tren en extremos opuestos del pueblo. El había cumplido todas sus promesas, después de todo. El tren había llegado a Cañadón de las Vacas más temprano que tarde. En su solapa manchada de sangre dura hallaron unas viejas cintas rosadas.

Perfil


NATALIA ROVETTO

Datos

Nacida en Rosario, provincia de Santa Fe, desde pequeña se interesó por las letras, descubriendo en el universo literario un lugar propio. Ferviente lectora, esteta del lenguaje y aguda crítica, transitó la carera de Letras pero permitió que las vicisitudes la llevaran por otros rumbos. Sin embargo, nunca se alejó demasiado de su pasión y continúa cercana a ella en la lectura, la escritura y la enseñanza.

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