“Conocí escritores magníficos, también los tipos más miserables”

El autor de “El anatomista” habla sobre la vida literaria y sobre una moral, a la que no escapa, que condiciona la sexualidad. “Me gustaría participar en orgías, pero no me sale”, dice.

Martín Heer

JUAN IGNACIO PEREYRA

pereyrajuanignacio@gmail.com

Federico Andahazi, escritor

–Andahazi, ¿por qué dice que cuando uno piensa las cosas en términos morales, la última instancia es la sexualidad?

La verdad es que a mí me encantaría ser un libertino, no tener ningún prurito moral ni sexual. Me gustaría tener una vida licenciosa, participar en orgías y entregarme a todas las fantasías posibles. Pero ya ves, está ahí esa moral a la que uno se supone que no adhiere pero termina siendo obediente a ella. De modo que no me sale.

–¿Por qué no puede dejar de adherir a la moral?

Porque no es fácil encontrarse con el propio deseo. No es fácil cumplirlos tampoco. Creo que más o menos en eso consiste la neurosis. No en tolerar lo que no está al alcance de uno, sino en no tolerar lo que realmente está alcance de uno.

–¿Cómo lo lleva en su vida cotidiana, con su familia, con su mujer?

El acuerdo con mi mujer es no mentir, en principio. Ése es el pacto inviolable. Para empezar, no estoy casado porque me opongo al matrimonio como institución. Cuando dos personas están unidas realmente por un amor sincero no hay que firmar ningún papel. Los dos pilares fundamentales de una pareja son la honestidad y la amistad, que es un sentimiento más fuerte que cualquier otro, e incluye este pacto de no mentir. Si dos personas no son profundamente amigas, me parece imposible convivir toda la vida.

–¿Cuándo se suele notar esto?

Por ejemplo, compartir las fantasías más inconfesables me parece saludable. Y creo que muchos matrimonios fracasan por eso, porque no se atreven a hablarlo con su pareja. Esta cosa de poder hablar con un grupo de amigos determinadas cosas que no podés hablar en tu casa, me parece una estupidez. Si hay algo que podés hablar con tus amigos pero no con tu mujer, te estás condenando a una vida tremenda. Esa cuestión de decir “qué bien que la paso con mis amigos”. Está bien, mi mujer es mi mejor amiga… La paso fantástico con ella y además tenemos relaciones sexuales, ¿qué más querés? Es fantástico.

–¿Lleva una vida solitaria o tiene grupos de amigos?

Volví a mi grupo de amigos de toda la vida, a los que conozco desde los cinco años. Nos juntamos todos los domingos a jugar al billar en el bar San Bernardo, en Villa Crespo. Finalmente no jugamos y nos la pasamos conversando. Y los viernes voy a jugar al fútbol con otro grupo, con los padres de los amigos de mis hijos… El deporte es una excusa para tener una vida social, porque se trata más bien de un acto de amistad. Se me haría muy difícil pensar la existencia sin estos amigos. Después están los amigos solitarios que tiene uno, que no están dentro de un grupo.

–¿Quedan amigos trasnochadores?

Sí, pero ya estamos domesticados los dos. Aquel gran amigo con el que trasnochábamos y nos quedábamos conversando hasta la madrugada también tiene hijos. Pero no cambio mi vida de bohemio trasnochador por la actual. Para nada.

–¿Tiene amigos entre los escritores?

Mirá, tuve el privilegio de que Fontanarrosa me contara entre sus amigos. Lo conocí en una Feria del Libro en Ecuador. Quito es una ciudad muy alta. Yo en aquel entonces fumaba y él empezaba a tener su enfermedad. Entonces estábamos los dos como apunados en el hotel y no nos movíamos de ahí. Nos pasábamos el día entero conversando. Era un tipo muy, muy divertido, además de un conversador fantástico. Disfruté muchísimo de eso. Además redescubrí el valor del grupo de amigos. Él me contaba de sus andanzas con los muchachos del café en Rosario y claro, uno con sus amigos habla las mismas pavadas. Quiero decir, son todas iguales las mesas de café. Pero acá y en cualquier parte. Me llamó la atención estar en República Checa, que mi editor me llevara a un café con sus amigos y que estén hablando las mismas boludeces que acá. Pero la vida literaria argentina es muy distinta de la que yo imaginaba.

–¿Por qué?

La verdad que soy el escritor que quería ser y escribo los libros que quería escribir. Pero el cenáculo de los escritores me sorprende. Puedo decir que conocí a escritores magníficos. Pero también la gente más miserable, los peores tipos que conocí son escritores. Tipos con un grado de malicia y resentimiento que me sorprende, porque idealmente creía que un escritor era alguien de espíritu más o menos desinteresado. Además, creo que hay una suerte de sobrevaloración del escritor.

–¿Se sacraliza en exceso la figura del escritor?

Sí, y a la literatura también. Una de las grandes cosas que me pasaron en este oficio es haber conocido gente muy generosa que me enseñó mucho, como Osvaldo Soriano, mi maestro en los primeros pasos. Y también a Fontanarrosa, al que una vez le pregunté cómo hacía para que todos los días se le ocurriera un chiste. “Yo trabajo de esto”, me dijo. ¡Qué bueno fue escuchar eso de alguien como Fontanarrosa! Yo soy escritor, es mi oficio, vivo de esto. Aunque haya muchos que encuentre una especie de disvalor en vivir de la literatura, algo que aparentemente te convierte en un mercenario. Y eso es una estupidez.

–¿Cómo es su vida como escritor?

Nunca soñé ni con la décima parte de lo que me tocó vivir. No pensé que iba a estar presentando o publicando mis libros en lugares como Finlandia, Italia, China, Bélgica y Estados Unidos (N. de la R.: lo hizo en Francia, Alemania, Inglaterra, Japón, Rusia y España, entre más de treinta países). O que iba a ir a la Feria del Libro en Rusia, que es de unas dimensiones soviéticas. Es enorme. Además, ahí, en Moscú, me llevé una gran sorpresa.

–¿Cuál?

Mientras ingresaba a unos galpones gigantes, empecé a ver una fila de gente larguísima. Cuando llegué al comienzo de la cola me encontré con el escritorio donde tenía que sentarme a firmar ejemplares de “El anatomista”. No lo podía creer. ¿Qué hago yo acá con todas estas personas?, pensaba. Era fantástico pero son esas cosas que después de unos años, cuando revisás el álbum de fotos, no sólo no hay motivos para quejarse sino que seriamente te preguntás si te merecés eso.

–¿De qué se podría quejar?

Si lo viera objetivamente, como si se tratara de otra persona, te diría que parece envidiable. Pero si me decís a mí no sé hasta qué punto no preferiría quedarme en mi casa, escribiendo, con mi familia. Esto demuestra un poco que hay como una tendencia a la queja fácil, me parece que es algo bastante propio de esto que se llama la clase media urbana. Tenemos una tendencia a quejarnos un poco por demás.

–¿Qué más le pasó en esos viajes?

Cuando fui por primera vez fue a Hungría, me encontré con que mi abuelo paterno era un personaje célebre, que había sido senador, había fundado un partido político y era muy buen pintor. Es notable cómo uno va armando este rompecabezas biográfico a lo largo de los años. Seguramente hay mucho que desconozco sobre esta novela familiar que tal vez algún día escriba. Quizá la biografía de cada uno de nosotros es mucho más literaria de lo que uno se puede suponer.

–¿Por qué dice eso?

Son curiosas las historias familiares. Freud hablaba de la novela familiar. A veces uno no se tiene que esforzar tanto para hacer de la biografía una novela. La historia de mi abuelo paterno es muy literaria. Siendo adolescente descubro en un viejo libro un recorte de diario en el que le hacían un homenaje a Emily Schindler, la de “La lista de Schindler”, junto a mi abuelo. Era un homenaje de la AMIA porque los dos habían salvado judíos durante la guerra. Ahí me enteré de que mi abuelo, cuando vivía en Budapest, Hungría, había escondido en el sótano de su casa a muchos judíos, algo sumamente peligroso en esa época. Entre ellos estaba su primera esposa de la que ya se había separado con su nueva pareja porque se había vuelto a casar.


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