Constitución y ética pública

A más de dieciséis años de haber sido restablecidas las instituciones constitucionales, nos enfrentamos a un escenario político confuso.

Sus protagonistas aparecen inmersos en un mar de corrupción, traducido en la comisión de presuntos cohechos, extorsiones, malversación de fondos públicos, complicidad con la delincuencia, un clima de manifiesta inseguridad, reducción de fuentes de trabajo y una creciente desaceleración de la actividad productiva.

Algunos espectadores de esta escena permanecen absortos, otros perplejos y, los más, emitiendo una sensación de pesadumbre ante el curso de los acontecimientos. Todo ello, en el marco de una aparente parálisis social gestada, como dijera Bertrand Russell, porque los dirigentes se esfuerzan por hacer posible lo imposible y los gobernantes por hacer imposible lo posible.

Nos enfrentamos a una crisis. A un proceso de cambio que apunta a revertir las imágenes de aquel escenario. Y, en el curso de ese proceso, con cierta cuota de ingenuidad, nos preguntamos si hay que alterar el sistema constitucional porque su estructura no se adecuaría a la realidad o si, por el contrario, debemos procurar que las conductas se encuadren en el sistema porque sus fines morales y materiales prosiguen siendo acordes con la idea dominante en la sociedad.

Nuestro sistema constitucional está basado en una Constitución que es fruto del secular movimiento constitucionalista. Corriente histórico-política esencialmente pragmática que asigna, como finalidad suprema de la vida social, la concreción de la libertad y dignidad de las personas en la cima de una escala axiológica a la cual se subordinan los restantes valores por más respetables que sean.

Generalmente, y siguiendo un enfoque jurídico positivista, se define a la Constitución como la norma jurídica fundamental que organiza la estructura del Estado, la integración gubernamental y establece los derechos de las personas y las garantías que las amparan.

Tal definición es insuficiente. Debemos añadir, siguiendo un enfoque político, que la Constitución es también un instrumento de gobierno en el cual están previstos los medios que deben utilizar gobernantes y gobernados para el logro de los fines que motivaron la fundación del Estado.

El conocimiento de tales fines no se ciñe a un criterio jurídico o político, sino a un enfoque sociológico de la Constitución. Ella fue forjada para alcanzar los fines personalistas que emanan de la idea social dominante, constituyendo un auténtico símbolo de la nacionalidad que interpreta las maneras de ser y sentir de una comunidad. Ese concepto simbólico de la Constitución es el resultado de una conciliación entre la pluralidad de ideas e intereses de quienes integran la sociedad y que permite su proyección a una comunidad empeñada en una empresa común que brinda legitimidad a su existencia.

A ese concepto simbólico se refirió Juan María Gutiérrez, quien había integrado la Asociación de Mayo con Esteban Echeverría y Juan Bautista Alberdi. En el Congreso General Constituyente de 1853, proclamó: «La Constitución no es una teoría, como se ha dicho; nada más práctico que ella; es el pueblo, es la Nación Argentina hecha ley…». El significado de una Constitución está integrado por esos tres conceptos inseparables, y la conjunción de ellos trae aparejada una Constitución real.

La pregunta que nos formulamos es si, entre nosotros, tenemos o estamos en vías de tener una Constitución real o si meramente tenemos una Constitución formal.

Un análisis elemental nos permite verificar que: 1) todos proclamamos la vigen-cia de la Constitución como ley de leyes, aunque a veces no tengamos empacho en propiciar su incumplimiento cuando no satisface nuestros intereses; 2) no se advierte una firme vocación política por utilizar los instrumentos de gobierno respetando el significado simbólico de la Constitución, con un resultado incierto sobre cuál es el futuro que se desea depararle al país; 3) perdura un vicio autocrático, cual es la búsqueda de figuras carismáticas. Somos más proclives a rastrear personalidades políticas dominantes a las cuales transferir nuestras responsabilidades y la solución de los problemas del país, en vez de bregar para encontrar los remedios con nuestro propio esfuerzo.

Son resabios de culturas autoritarias debido a los cuales la ley suprema no se cumple plenamente, los instrumentos de gobierno no se utilizan racionalmente y se disipa el valor simbólico de la Constitución. Factores que impulsan a sostener que estaríamos en presencia de un buque a la deriva. Sin embargo, tal situación no debería preocuparnos en demasía en la medida en que podamos dominar su curso, porque ella es habitual en los sistemas democráticos en transición como el nuestro.

Ese proceso de transición, que puede envolver a varias generaciones, concluye cuando en la sociedad se instaura la idea de una libertad responsable y plena. De una libertad política traducida en la participación de los ciudadanos en la vida pública suprimiendo los obstáculos que generan ciertos monopolios políticos. De una libertad económica que permita el progreso satisfaciendo las necesidades individuales y sociales. De una libertad filosófica que se refleje en la tolerancia, la comprensión y el respeto recíproco con su corolario inevitable: una convivencia armónica que allane el desarrollo espiritual del ser humano.

En cuanto al fenómeno de la corrupción, que estaría arraigado en amplios sectores de la sociedad argentina, me conduce a otro interrogante que distingue una visión pesimista de otra realista sobre ese problema.

Eliminar la corrupción me parece imposible, a menos que los hombres alcancen la altura de los ángeles. Lo que se podrá hacer es controlar esa corrupción para que no alcance ciertos grados intolerables en función del bien común, creo que en este momento hay en el mundo menor corrupción que la que se pudo haber dado hace cincuenta o cien años.

Porque la intolerancia que generan las guerras, con millones de personas muertas y vejadas en su dignidad humana, es un acto de corrupción. Porque los privilegios sociales, las discriminaciones políticas o raciales que se han dado en el curso de la historia del hombre, también son actos de corrupción. Podemos citar muchos casos similares, y sin que necesariamente esté en juego el aspecto patrimonial.

Lo que también es cierto, es que el fenómeno de la corrupción en su relación con la ética nunca tuvo la difusión pública que se registró en los años últimos. No se oculta, ni su conocimiento se reduce a determinados grupos sociales. Esa difusión es positiva porque revela la existencia de una intensa libertad de prensa, por cuyo inter- medio podemos tener un mayor conocimiento sobre los hechos de corrupción, una mayor preocupación por ese fenómeno y una mayor firmeza para combatirlo. Como meta mínima, esa difusión reduce los ries-gos de una eventual expansión de los comportamientos lesivos para el bien común, merced a la manifestación pública de los anticuerpos que alberga la naturaleza humana que tienden a condenar tales conductas.

Estas reflexiones apuntan a atenuar el dramatismo que se pretende imprimir a aquel escenario político. A esbozar un panorama en el cual, revitalizando el carácter simbólico de nuestra Constitución, se propicie la búsqueda, por cada uno de nosotros, y dentro de nuestro ámbito de actuación, de la excelencia en la vida pública, obrando con una libertad responsable. La tarea vale la pena porque, como bien decía Alexis de Tocqueville, para disfrutar de los invalorables beneficios de la libertad, hay que saber conquistarla, conservarla y soportar algunos de los males inevitables que acarrea. (DyN)

(*) Abogado constitucionalista


A más de dieciséis años de haber sido restablecidas las instituciones constitucionales, nos enfrentamos a un escenario político confuso.

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