Contra la indiferencia

Claudio Magris, escritor nacido en Trieste, obtuvo el premio Príncipe de Asturias del 2004 y es considerado, año a año desde hace tiempo, candidato para el Nobel de Literatura. Reconocido como una luminaria de la cultura italiana y un profundo conocedor de la alemana, “El Danubio” –que apareció en 1986– es una obra clásica, inagotable, que narra su viaje a través de Europa Central, desde Alemania a Bulgaria, enhebrando joyas de erudición y encanto. Vino a Buenos Aires para la Feria del Libro del 2006 y deslumbró con su sólido pensamiento y formidable versación literaria. Admirado además en el mundo cultural de Europa por su humanitarismo militante, publica habitualmente en el “Corriere della Sera” y lo hizo este último 4 de junio con un artículo de actualidad sobre los naufragios de emigrantes en el “mare nostrum” latino y la casi indiferencia pública: “I morti in mare che non commuovuono più”. Se refiere, es transparente, a la interminable serie de tragedias que vienen afectando a africanos que pugnan en frágiles embarcaciones por arribar a Europa y al poco interés que despiertan sus desgracias; los repetidos informes de seres humanos ahogados en el mar no impresionan más, hay un acostumbramiento general a esas noticias. El escritor explicó crudamente como una miseria de la condición humana el acostumbrarse a convivir con esa horrible “crónica habitual” (1). Los números para africanos que intentaron alcanzar playas europeas en los años recientes y sucumbieron por naufragio de los barquichuelos en los que se amontonaban, son de una magnitud desoladora. Llegan a 16.000 los que perecieron en el último decenio, fueron 1.000 los muertos en el primer trimestre del año actual, 250 los hombres, mujeres y niños embarcados en la costa líbica, que sucumbieron, luego de tres días de penuria, durante la semana pasada. Esta última tragedia halló, probablemente en virtud de la elocuencia y autoridad de la nota de Magris, una pronta respuesta de personalidades como el obispo de Terni. Sostuvo monseñor Paglia su acuerdo con la afirmación de que en los hechos está en juego la propia civilización, dado que con esta insensibilidad por acostumbramiento emerge una crisis religiosa y civil, una crisis de “civitas”. Nuestra civilización cristiana, declaró, se basa en el respeto por la persona humana y “estas muertes nos barbarizan a todos”. Pero la respuesta más contundente fue la del propio jefe de Estado, una personalidad cuya estatura moral resalta sobre el desprestigio personal y político del responsable del gobierno parlamentario. No se hizo esperar: dos días después del artículo, el presidente Giorgio Napolitano le respondió al escritor en el mismo diario con una carta digna de un estadista. “Caro Magris, usted tiene dolorosamente razón; nos toca a todos, y por lo tanto a mí mismo que estoy escribiendo estas líneas, lo que ha querido denunciar, el acostumbramiento a las tragedias de esos prófugos en busca de salvación o de sobrevida menos miserable, que perecen en el mar”, comienza su misiva pública y la exposición de sus vivencias. El presidente sostiene que hay que luchar contra el desinterés, reaccionar con fuerza, moralmente y políticamente, ante la indiferencia. Y ahora, en concreto, ante la odisea de aquellos que buscan acogerse a las costas sicilianas como puerta de la rica ¿y generosa? Europa. Y aludiendo a la compleja problemática de las actitudes de varios gobiernos respecto de la aceptación de inmigrantes africanos, sostiene que la Unión Europea no debe permanecer inerte frente al crimen cotidiano de los que organizan la emigración de estas personas desde Libia en frágiles barquichuelos. Este es un crimen lucrativo que gestionan aventureros sin escrúpulos y resulta también responsabilidad y culpa, por acción u omisión (alude al gobierno de Gaddafi) de autoridades locales con ánimo, además, de represalia política contra Italia y Europa. Extinguir este comercio inicuo con seres humanos, prevenir nuevos “viajes de la esperanza” que se convierten en “viajes de la muerte” y abrirse, regulándola, a la acogida, es el deber de las naciones civilizadas y de la comunidad europea e internacional. En este dramático problema, coincide con otra afirmación del artículo de Claudio Magris, está en juego el propio corazón de la democracia. (1) En 1759 Adam Smith difundió en “La teoría moral de los sentimientos” su famosa observación sobre el egoísmo humano (relacionado, es claro, con el pensamiento económico de “La riqueza de las naciones”). Dice: “Supongamos que el gran imperio de China, con sus miríadas de habitantes, fuera tragado por un terremoto y consideremos cómo reaccionaría un hombre de Europa al enterarse de tan terrible calamidad”… Desarrollaba la hipótesis: primero, el europeo demostraría pena, reflexionaría sobre la condición humana, etc., etc., pero concluido eso, volvería a sus cosas, como si nada hubiera ocurrido. Cerraba: “El más mínimo desastre que le pudiera ocurrir a él produciría una perturbación más auténtica. Si fuera a perder el dedo meñique mañana, no dormiría esta noche; pero como nunca vio a esas gentes, roncaría con la más profunda serenidad ante la ruina de cien millones de sus hermanos”. (*) Doctor en Filosofía

HÉCTOR CIAPUSCIO (*)


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