Correa triunfante

El socialismo del siglo XXI, esta amalgama confusa de caudillismo tradicional, nacionalismo declamatorio y populismo a menudo arbitrario que inventó el presidente venezolano Hugo Chávez, está perdiendo aliento en su país de origen y también en Bolivia -donde Evo Morales se enfrenta con una oposición autonomista fuertemente atrincherada en los departamentos más ricos- pero todavía disfruta de muy buena salud en Ecuador. En el referéndum que se celebró el domingo pasado, una mayoría rotunda dio su respaldo a una nueva Constitución propuesta por el presidente Rafael Correa, que incluso logró triunfar en Guayaquil, la ciudad portuaria relativamente próspera que a juicio de algunos podría resultar ser un foco separatista si los cambios impulsados por el gobierno tuvieren consecuencias infelices. Conforme a la reforma constitucional, el sistema económico dejará de ser «de mercado» convirtiéndose en «social y solidario», lo que hace prever que Correa, con el poder presidencial aumentado, procurará transferir recursos desde quienes más tienen hacia los pobres, en especial los indígenas, que conforman el grueso de su base electoral. Asimismo, se introduce el concepto de que la deuda externa es en buena medida «ilegítima» e «ilegal», lo que podría prefigurar un default similar al declarado en nuestro país a fines del 2001 del cual el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner está esforzándose por salir luego de darse cuenta de que a la larga los beneficios de negarse a pagar las obligaciones no son tan grandes como antes suponían muchos.

Debido a la convulsión financiera de Estados Unidos, las recetas presuntamente socialistas -incluyendo las variantes heterodoxas que se ven favorecidas en distintas partes de América Latina- se han puesto de moda nuevamente, pero no hay garantía alguna de que aplicarlas sirva para remediar el problema más angustiante de la región que es la brecha enorme que se da entre una minoría cuyo nivel de vida es comparable con el de la clase media europea o norteamericana y una mayoría hundida en la pobreza extrema. Achacar esta situación desafortunada a los estragos del neoliberalismo, como hacen Correa y otros mandatarios, es un tanto ingenuo, por tratarse de una realidad que se deploraba bien antes de la llegada de la corriente así denominada. El problema básico consiste en que demasiados ecuatorianos, venezolanos, bolivianos, brasileños y, desde luego, argentinos y otros latinoamericanos sencillamente no están en condiciones de desempeñarse provechosamente en una economía moderna de cualquier tipo, sea ésta capitalista, colectivista o, como es el caso en virtualmente todos los países, una combinación sui géneris de los dos modelos. A diferencia de los reformadores de países asiáticos ancestralmente paupérrimos, sus supuestos equivalentes latinoamericanos no suelen entender la importancia fundamental de una educación rigurosa, acaso porque hacerlo significaría reconocer que el problema no es meramente macroeconómico o ideológico.

El gran desafío que enfrentarán no sólo Correa sino también todos los demás mandatarios de la región consiste en modificar este estado de cosas, una tarea que requerirá mucho más que la mera redistribución de la riqueza disponible. Sin embargo, aunque en buena lógica un gobierno comprometido con la equidad se dedicaría a eliminar los muchos obstáculos que impiden que personas de recursos económicos limitados aprovechen mejor su propia capacidad, los populistas suelen estar más interesados en castigar a quienes creen son sus enemigos que en crear oportunidades para los demás. Dicha estrategia puede resultar muy exitosa en términos políticos pero, como una vez más hemos descubierto en nuestro país, no necesariamente ayuda a que muchos consigan dejar atrás la pobreza. Si bien Correa es considerado más pragmático y mejor preparado que sus aliados Chávez y Morales, también es un experto en aprovechar el rencor comprensible de los rezagados insistiendo en que su nivel de vida abismal se debe exclusivamente a la malignidad ajena, motivo por el que es de temer que, como ha sucedido en Venezuela y Bolivia, los frutos concretos de sus reformas sean magros y que termine consolidando las divisiones sociales y culturales existentes, con la única diferencia de que la proporción de ricos sea aún menor de lo que ya es.


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