Corrupción en la mira

Por dos motivos, cuando es cuestión de opinar sobre la corrupción en otras partes del mundo, el Departamento de Estado norteamericano posee menos autoridad moral que la organización alemana Transparencia Internacional. Un motivo consiste en que, conforme al índice de percepción de la corrupción que confecciona anualmente TI, Estados Unidos es más corrupto que Canadá, Australia, Nueva Zelanda y los países del norte de Europa; otro, en que es legítimo sospechar que en los juicios contenidos en los informes de la diplomacia norteamericana inciden los intereses políticos y comerciales de la superpotencia. Sin embargo, puesto que frente a la situación en la Argentina TI suele ser mucho más lapidaria que Washington, ya que nos ubica entre los peores de América Latina, el que el gobierno norteamericano se haya sentido constreñido a llamar la atención al aparente aumento de la corrupción en la Argentina en el transcurso de la gestión kirchnerista es un síntoma más del creciente desprestigio internacional de nuestro país. Huelga decir que no se trata solamente de la imagen nada brillante que hemos sabido conseguir. Si bien la corrupción sistémica a la que se aludió en el informe que fue presentado por la secretaria de Estado Hillary Clinton afecta de manera muy negativa nuestra relación con Estados Unidos y los integrantes de la Unión Europea, los más perjudicados por la consolidación de la cultura de la corrupción han sido los argentinos mismos. Una sociedad corrupta, una en que es rutinario que muchos funcionarios, incluyendo a algunos que ocupan puestos clave, esperen aprovechar las oportunidades para hacer de su poder una fuente de ingresos, no puede aspirar seriamente a alcanzar un grado mayor de justicia social. Asimismo, como miles de empresarios han aprendido, la corrupción actúa como un freno al desarrollo económico porque demasiadas decisiones oficiales dependen más de la voluntad de funcionarios venales de asegurarse la colaboración de quienes entienden “los códigos” vigentes que de su eventual interés en mejorar la productividad global del país. Puede que no haya forma de calcular con precisión los costos económicos de la corrupción consentida, pero no cabe duda de que son colosales y que la mentalidad resultante ha contribuido a la depauperación de un país que de otro modo disfrutaría de un estándar de vida comparable con el del sur de Europa. Además de arreglárselas para que las instituciones que en teoría deberían controlar a los funcionarios queden con frecuencia en manos de socios, cuando no de familiares, de los encargados de reparticiones estatales, los ya irremediablemente corruptos se ven beneficiados por, para citar el informe norteamericano, “un sistema judicial a menudo ineficaz y politizado”. En efecto, a menos que hayan exagerado groseramente TI y otras entidades tanto extranjeras como nacionales, un equivalente local del operativo “mani pulite” –manos limpias– italiano culminaría con el procesamiento no de un puñado de “emblemáticos” sino de decenas de miles de personas. No se equivocan, pues, los autores del informe norteamericano al afirmar que a esta altura es virtualmente imposible eliminar la corrupción. Incluso reducirla al nivel que se percibe en países vecinos como Uruguay y Chile requeriría un esfuerzo hercúleo. En esta ocasión, el Departamento de Estado hizo hincapié en la campaña de hostigamiento que ha emprendido el oficialismo contra el periodismo independiente. Aunque es común atribuir la hostilidad del gobierno hacia medios determinados a motivos ideológicos, también ha influido el hecho patente de que la relación de los acostumbrados a un nivel muy elevado de corrupción con el periodismo tenga forzosamente que ser conflictiva. A los funcionarios importantes no les gusta del todo que se investigue lo que sucede en sus reparticiones o que los medios mantengan informada a la ciudadanía sobre las denuncias que se formulan, de suerte que es lógico que muchos procuren defender sus propios intereses personales, y los de la corriente política en que militan, descalificando a los periodistas e incluso al periodismo como tal, acusándolo de estar al servicio de “corporaciones” enemigas o de estar bajo la influencia de alguna que otra ideología despreciable.


Por dos motivos, cuando es cuestión de opinar sobre la corrupción en otras partes del mundo, el Departamento de Estado norteamericano posee menos autoridad moral que la organización alemana Transparencia Internacional. Un motivo consiste en que, conforme al índice de percepción de la corrupción que confecciona anualmente TI, Estados Unidos es más corrupto que Canadá, Australia, Nueva Zelanda y los países del norte de Europa; otro, en que es legítimo sospechar que en los juicios contenidos en los informes de la diplomacia norteamericana inciden los intereses políticos y comerciales de la superpotencia. Sin embargo, puesto que frente a la situación en la Argentina TI suele ser mucho más lapidaria que Washington, ya que nos ubica entre los peores de América Latina, el que el gobierno norteamericano se haya sentido constreñido a llamar la atención al aparente aumento de la corrupción en la Argentina en el transcurso de la gestión kirchnerista es un síntoma más del creciente desprestigio internacional de nuestro país. Huelga decir que no se trata solamente de la imagen nada brillante que hemos sabido conseguir. Si bien la corrupción sistémica a la que se aludió en el informe que fue presentado por la secretaria de Estado Hillary Clinton afecta de manera muy negativa nuestra relación con Estados Unidos y los integrantes de la Unión Europea, los más perjudicados por la consolidación de la cultura de la corrupción han sido los argentinos mismos. Una sociedad corrupta, una en que es rutinario que muchos funcionarios, incluyendo a algunos que ocupan puestos clave, esperen aprovechar las oportunidades para hacer de su poder una fuente de ingresos, no puede aspirar seriamente a alcanzar un grado mayor de justicia social. Asimismo, como miles de empresarios han aprendido, la corrupción actúa como un freno al desarrollo económico porque demasiadas decisiones oficiales dependen más de la voluntad de funcionarios venales de asegurarse la colaboración de quienes entienden “los códigos” vigentes que de su eventual interés en mejorar la productividad global del país. Puede que no haya forma de calcular con precisión los costos económicos de la corrupción consentida, pero no cabe duda de que son colosales y que la mentalidad resultante ha contribuido a la depauperación de un país que de otro modo disfrutaría de un estándar de vida comparable con el del sur de Europa. Además de arreglárselas para que las instituciones que en teoría deberían controlar a los funcionarios queden con frecuencia en manos de socios, cuando no de familiares, de los encargados de reparticiones estatales, los ya irremediablemente corruptos se ven beneficiados por, para citar el informe norteamericano, “un sistema judicial a menudo ineficaz y politizado”. En efecto, a menos que hayan exagerado groseramente TI y otras entidades tanto extranjeras como nacionales, un equivalente local del operativo “mani pulite” –manos limpias– italiano culminaría con el procesamiento no de un puñado de “emblemáticos” sino de decenas de miles de personas. No se equivocan, pues, los autores del informe norteamericano al afirmar que a esta altura es virtualmente imposible eliminar la corrupción. Incluso reducirla al nivel que se percibe en países vecinos como Uruguay y Chile requeriría un esfuerzo hercúleo. En esta ocasión, el Departamento de Estado hizo hincapié en la campaña de hostigamiento que ha emprendido el oficialismo contra el periodismo independiente. Aunque es común atribuir la hostilidad del gobierno hacia medios determinados a motivos ideológicos, también ha influido el hecho patente de que la relación de los acostumbrados a un nivel muy elevado de corrupción con el periodismo tenga forzosamente que ser conflictiva. A los funcionarios importantes no les gusta del todo que se investigue lo que sucede en sus reparticiones o que los medios mantengan informada a la ciudadanía sobre las denuncias que se formulan, de suerte que es lógico que muchos procuren defender sus propios intereses personales, y los de la corriente política en que militan, descalificando a los periodistas e incluso al periodismo como tal, acusándolo de estar al servicio de “corporaciones” enemigas o de estar bajo la influencia de alguna que otra ideología despreciable.

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