Corruptos y cómplices
James Neilson
Según lo veo
Años atrás, Elisa Carrió dijo que la entonces presidenta Cristina había heredado de su marido recién fallecido 10.000 millones de dólares, una fortuna inmensa que la ubicaría entre las mujeres más ricas de América Latina. ¿Exageraba Lilita? Es posible, pero no cabe duda de que en el transcurso de su exitosa carrera política Néstor, un hombre que amaba con pasión enfermiza el dinero, por preferencia en metálico que uno puede acariciar como hacían los avaros de los cuentos medievales, logró acumular una cantidad descomunal de dólares yanquis, euros y, es de suponer, yuanes chinos. Hacerlo no le resultó difícil. Con la aquiescencia de muchos políticos, jueces, periodistas, intelectuales y, desde luego, votantes, pudo construir un sistema propio de recaudación que, como una bomba, le permitió succionar muchísimo dinero del país y depositarlo en bóvedas o cuentas bancarias offshore. Para colmo, pudo continuar bombeándolo a plena luz del día: no le fue necesario ocultar nada. Para que la máquina de Néstor continuara funcionando, los kirchneristas hubieran tenido que conservar el apoyo popular. Hasta mediados del año pasado, pareció que lo lograrían pero, desgraciadamente para ellos, el electorado decidió, por un margen muy estrecho, que sería mejor que Mauricio Macri ocupara la Casa Rosada por un rato. A partir de aquel momento mucho cambiaría. Al darse cuenta de que Cristina ya no estaba a cargo del país, una mayoría creciente de la población le daría la espalda. En un lapso asombrosamente breve, el kirchnerismo se encogió hasta ser nada más que una facción cada vez más minoritaria repudiada por los demás peronistas que, por motivos comprensibles, no querían correr el riesgo de verse acusados de solidarizarse con una banda de ladrones. En cierto modo, está sucediendo algo muy similar a lo que vimos en los meses finales de la dictadura militar, cuando millones de personas que nunca habían protestado contra la violación sistemática de los derechos humanos descubrieron que ellos también los creían de importancia fundamental. Parecería que en la actualidad casi todos coinciden en que los corruptos merecen estar en la cárcel y, más aun, que es urgente recuperar la plata robada porque el país la necesita. Los únicos que discrepan son los kirchneristas más leales a Cristina, pero ya no tienen el poder de convocatoria de otros tiempos. Puede que aún estén en condiciones de armar “un quilombo” si se le ocurre a un juez como Claudio Bonadio “tocar” a la señora, pero los más sensatos entenderán que tratar de intimidarlo les sería contraproducente, ya que muchos, además de manifestarse indignados por un intento de sembrar miedo, lo tomarían por una confesión de culpabilidad. Quedan los argumentos ideológicos, la noción de que, a pesar de sus eventuales deficiencias, el kirchnerismo es en el fondo un credo progresista y que cualquier alternativa sería forzosamente fascista o neoliberal. Sin embargo, todo hace pensar que la mayoría ha perdido interés en el relato confeccionado por Cristina y quiere que los macristas la entretengan con otro que sea radicalmente distinto. Asimismo, aunque no cabe duda de que la llegada de los primeros capítulos de los Papeles de Panamá ha perjudicado políticamente a Mauricio Macri al obligarlo a explicar que el haber figurado como director de sociedades pantalla offshore creadas por su padre no lo hace culpable de nada, sería excesivo comparar lo que los moralistas más severos califican de lapsos éticos con el saqueo en escala industrial atribuido al matrimonio Kirchner. Cuando los militares ya no constituían un “poder fáctico” y ensañarse con ellos se ponía de moda, muchos que durante años los habían respaldado se sintieron constreñidos a convencerse de que, en su fuero interno, siempre habían sido buenos demócratas que habían apoyado silenciosamente a las organizaciones de derechos humanos. Desde diciembre pasado, algunos –quizás muchos– integrantes de aquel 54% que en el 2012 dio a Cristina un triunfo electoral abrumador están esforzándose por creer que nunca estuvieron dispuestos a minimizar la importancia de la corrupción y que, de haberse enterado de lo que sucedía en el país, lo hubieran denunciado con la vehemencia apropiada. Ya no escupen a “derechistas” sino a personajes como Lázaro Báez y Ricardo Jaime. Aunque el espectáculo que brindan no es edificante, a su modo es saludable; no es merced a “la memoria” que las sociedades evolucionan sino a la amnesia colectiva. La transformación de Alemania y el Japón en países pacifistas hubiera sido imposible sin la voluntad mayoritaria de olvidar el orgullo que habían motivado las hazañas de los ejércitos patrios en los años iniciales de la Segunda Guerra Mundial y su propia indiferencia generalizada ante las atrocidades cometidas. Quienes califican de “histórica” la detención de Báez y Jaime apuestan a que la Argentina esté experimentando otra metamorfosis, que, luego de haber repudiado el militarismo politizado, esté por repudiar con convicción parecida la corrupción institucionalizada que tanto ha contribuido al atraso. De ser así, al país le aguarda una tarea que será mucho más complicada que la enfrentada por los deseosos de poner fin al golpismo. Fue relativamente fácil aislar a quienes participaron del terrorismo de Estado, pero no lo será discriminar entre los corruptos por comisión por un lado y, por el otro, los muchos que hasta ahora se han limitado a actuar como cómplices pasivos o, a lo sumo, han cometido irregularidades menores del tipo que son rutinarias en sociedades un tanto caóticas en que millones de personas se han acostumbrado a trabajar en negro. Para los ladrones, la existencia de una economía informal ubicua es beneficiosa por razones psicológicas; ayuda a instalar la idea de que la corrupción es un fenómeno universal y que por lo tanto sería inútil procurar eliminarla. También los ayuda el que las esporádicas ofensivas contra el mal se pongan en marcha cuando “el gobierno más corrupto de la historia” de turno ya está en el llano y por lo tanto sus miembros pueden afirmarse víctimas de una campaña de persecución política, pero parecería que, en esta oportunidad por lo menos, la codicia de los acusados de saquear al país ha sido tan impresionante que las tácticas defensivas tradicionales no tendrán el efecto esperado.
James Neilson
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