Cosas escritas

Un día, ese día, cuando ya no estemos, cuando nos hayamos ido a navegar por el inmenso mar de la muerte que intuimos oscuro, inconsciente y desolado, quedarán escritas cosas nuestras por los rincones de la que fue nuestra vida. Tal vez viejos poemas desfalleciendo en el interior de una servilleta, cuentos bosquejados en cuadernos de tapas duras, diálogos sin fin sobre hojas blancas que pretendían ser el guión de una película, cartas personales en fino papel de Biblia. Y, por qué no, también otros artefactos menos gallardos, carentes de romanticismo, pueriles, recetas de cocina enunciadas a mano alzada, números telefónicos de una persona que ya olvidamos garabateados en la primera página de una novela que al final no nos gustó. Este no es el menor de los motivos por el cual es interesante comprar libros usados. En su interior siempre yacen los rastros de quien fue su anterior dueño. Miguitas de pan entre capítulos, sonetos escondidos en las esquinas para una mujer sin nombre, mosquitos apachurrados, secos de sangre que encontraron una forma de atravesar la posterioridad con cierto estilo. Son una herencia que no hemos esperado, riquezas que no quisimos ni reclamamos. Los poemas de un tío desconocido, un abuelo al que quizás vimos dos veces en 30 años. Un mensaje indescifrable para un ser anónimo que debía comprar medio kilo de tomates y algo más en la verdulería de la esquina. El día en que seamos una sombra, un recuerdo en desaparición, menos que un fantasma, nuestros apuntes acerca de lo que vimos y supimos descansarán ocultos si no tenemos la suerte de que alguien los rescate. La última voluntad vedada. Las palabras que nos constituyeron pérdidas sin remedio. ¿Las encontrará un arqueólogo del futuro? o ¿a caso un tataranieto curioso sacará la caja que su padre acomodó al fondo de un ropero? Allí estarán los versos por los que una vez apostamos, cuando suponíamos ser eternos. Pensándolo bien ¿qué será de nuestras fotografías?, ¿de los discos que una vez amamos?, ¿de los dibujos ? ¿Qué será de lo que sentimos?, ¿de la forma en que entendimos el mundo? Son cosan que pasan, son historias breves repitiéndose como un mantra en el tiempo circular. Aquel chico un día supo que había tenido un padrino de nacimiento llamado Nestiero. Argentino. Pintor. Poeta. Nestiero había viajado al fin del mundo para tocar la frente de un crío. De Buenos Aires a la Patagonia. Casi adolescente, encontró y leyó sus poemas en un mueble debajo de las facturas de gas y de luz, le parecieron buenos, hojeó decenas de libros que el hombre dejó de regalo tantos años atrás en su primera y última visita, también guardó una de sus pinturas en la que se alcanza a ver una casa marrón entre la vegetación tropical. Mucho después, de adulto, trató de ubicarlo en Buenos Aires pero había muerto. Nestiero había muerto. Nunca supo cuál era la forma de su rostro o el sonido de su voz. Ahora, cada tanto lee sus poemas, los siente circular por su sangre. Hay uno, entre decenas, para esa mujer ausente. Dice: “Como una bruja surca la noche/Cierra sus ojos/Se deja llevar por el viento/Es bella/Es intensa/Es poderosa/Es oscura/Es tierna/Parte del todo/Conoce las estrellas/Sabe de la vida que duerme en el fondo del mar/Inventa pócimas/Cautiva corazones/El mío/Por supuesto/Y su risa es la de una niña/Nada tenebrosa/La bruja”.

Claudio Andrade candrade@rionegro.com.ar


Un día, ese día, cuando ya no estemos, cuando nos hayamos ido a navegar por el inmenso mar de la muerte que intuimos oscuro, inconsciente y desolado, quedarán escritas cosas nuestras por los rincones de la que fue nuestra vida. Tal vez viejos poemas desfalleciendo en el interior de una servilleta, cuentos bosquejados en cuadernos de tapas duras, diálogos sin fin sobre hojas blancas que pretendían ser el guión de una película, cartas personales en fino papel de Biblia. Y, por qué no, también otros artefactos menos gallardos, carentes de romanticismo, pueriles, recetas de cocina enunciadas a mano alzada, números telefónicos de una persona que ya olvidamos garabateados en la primera página de una novela que al final no nos gustó. Este no es el menor de los motivos por el cual es interesante comprar libros usados. En su interior siempre yacen los rastros de quien fue su anterior dueño. Miguitas de pan entre capítulos, sonetos escondidos en las esquinas para una mujer sin nombre, mosquitos apachurrados, secos de sangre que encontraron una forma de atravesar la posterioridad con cierto estilo. Son una herencia que no hemos esperado, riquezas que no quisimos ni reclamamos. Los poemas de un tío desconocido, un abuelo al que quizás vimos dos veces en 30 años. Un mensaje indescifrable para un ser anónimo que debía comprar medio kilo de tomates y algo más en la verdulería de la esquina. El día en que seamos una sombra, un recuerdo en desaparición, menos que un fantasma, nuestros apuntes acerca de lo que vimos y supimos descansarán ocultos si no tenemos la suerte de que alguien los rescate. La última voluntad vedada. Las palabras que nos constituyeron pérdidas sin remedio. ¿Las encontrará un arqueólogo del futuro? o ¿a caso un tataranieto curioso sacará la caja que su padre acomodó al fondo de un ropero? Allí estarán los versos por los que una vez apostamos, cuando suponíamos ser eternos. Pensándolo bien ¿qué será de nuestras fotografías?, ¿de los discos que una vez amamos?, ¿de los dibujos ? ¿Qué será de lo que sentimos?, ¿de la forma en que entendimos el mundo? Son cosan que pasan, son historias breves repitiéndose como un mantra en el tiempo circular. Aquel chico un día supo que había tenido un padrino de nacimiento llamado Nestiero. Argentino. Pintor. Poeta. Nestiero había viajado al fin del mundo para tocar la frente de un crío. De Buenos Aires a la Patagonia. Casi adolescente, encontró y leyó sus poemas en un mueble debajo de las facturas de gas y de luz, le parecieron buenos, hojeó decenas de libros que el hombre dejó de regalo tantos años atrás en su primera y última visita, también guardó una de sus pinturas en la que se alcanza a ver una casa marrón entre la vegetación tropical. Mucho después, de adulto, trató de ubicarlo en Buenos Aires pero había muerto. Nestiero había muerto. Nunca supo cuál era la forma de su rostro o el sonido de su voz. Ahora, cada tanto lee sus poemas, los siente circular por su sangre. Hay uno, entre decenas, para esa mujer ausente. Dice: “Como una bruja surca la noche/Cierra sus ojos/Se deja llevar por el viento/Es bella/Es intensa/Es poderosa/Es oscura/Es tierna/Parte del todo/Conoce las estrellas/Sabe de la vida que duerme en el fondo del mar/Inventa pócimas/Cautiva corazones/El mío/Por supuesto/Y su risa es la de una niña/Nada tenebrosa/La bruja”.

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