¿Cuál es la misión de la ciencia y la técnica?

Por Christian Ferrer

El jueves último Tomás Buch respondió a una entrevista que «Río Negro» me hizo, y en su respuesta discute presupuestos que atañen a la filosofía de la técnica, las relaciones entre industria y nación, y la venta de un reactor nuclear. Son temas inmensos, y debatibles, acerca de los cuales no existe consenso público ni tampoco un principio rector que articule el debate. Son, entonces, problemas en construcción, tan cuestionables como cuestionadores, no ya de las opiniones suyas y mías, sino de la actualidad de este país desorientado y dañado.

Aparentemente, Tomás Buch cree que mis opiniones responden a posturas «ludditas», «ecologistas» o «tecnocríticas». Se equivoca, tanto como cuando supone que prefiero las «ventajas» de la «agroindustria» a las de la sofisticación tecnológica. No usé la palabra «agroindustria» en la entrevista. Nunca recurrí a ella en toda mi vida. Concluyo que la palabra ha de ser un fantasma que Buch coloca delante de él a fin de irritarse, tal como le ocurría a Don Quijote frente a otros molinos de viento. Una diferencia notoria: aquel caballero andante defendía causas nobles cuyo cuarto de hora ya se había agotado, y Tomás Buch los intereses de un «enclave industrial» que en este caso se superponen con los de una determinada comunidad científico-tecnológica. Para su tranquilidad, le aclaro que desearía que la Argentina fabricara y exportara aviones, programas de computación, soluciones al agujero de ozono, películas de ciencia-ficción o curas del sida. Y para no decir una palabra de menos, también tratados críticos de la razón, teorías sobre el campo unificado, escuelas pictóricas, teodiceas y corrientes de pensamiento. Y modelos de dignidad humana. Me gustaría que los dineros públicos y privados se invirtieran en estos bienes, no en otros.

Buch nos dice que la polución fluvial no podría haber sido evitada en los inicios de la Revolución Industrial, pues la idea de cuidado del ambiente natural es reciente. Me llevaría mucho espacio exponerle las ideas de armonía, cautela y equilibrio que regían en la antigüedad las relaciones entre tiempo, naturaleza y cultura. Prefiero restringirme a su propio argumento: la polución de los ríos se ha transformado en una preocupación moderna porque se los contaminó abundantemente en tiempos más bien cercanos. Del mismo modo, la preocupación relativa al manejo de residuos atómicos podría llegar a ser ley mundial en el futuro porque a comienzos del siglo XXI hubo naciones que las promovieron irreflexivamente. A esto yo no lo llamo «error del anacronismo», como me lo atribuye, sino «acierto en la anticipación y previsión de problemas».

Curiosa es la argumentación que separa la historia científico-militar de la fabricación y lanzamiento de dos bombas atómicas (el Proyecto Manhattan) de la tragedia, cercana en el tiempo, de Chernobyl. Sin duda, los acontecimientos no son mellizos. Tampoco son desconocidos entre sí. Pero atribuir el desastre a la «falta de una cultura de la calidad» en la vieja URSS es un argumento tan empresarial como ingenuo. La historia de una tecnología no puede ser relatada sin la crónica de sus accidentes. Estos no son incidentes aislables del conjunto. Quien construye una autopista puede publicitarla «a prueba de accidentes de tránsito», pero es una consigna que no necesariamente consuela a la víctima del primer y estadísticamente inevitable drama vial. ¿Es justificable decir que los científicos que fabricaron la bomba atómica lo hicieron porque supusieron que la guerra contra su enemigo nazi los absolvería en el futuro, a ellos y a su «angustia»? Habría que hacerles esa pregunta a las decenas de miles de muertos de Hiroshima y Nagasaki. Pero es una encuesta «ética» a ser realizada en el cielo. A posteriori, lamentablemente.

Ahora bien, ¿cuál es la misión de la ciencia y la técnica? No sólo, o no primordialmente, producir artefactos (y mucho menos los «espejitos de consumo» que tan alegremente importamos durante la convertibilidad), sino contribuir a la autocomprensión humana, y a la nacional en particular. Invertir esta ecuación sólo empobrece a un país -aun cuando ingresen las necesarias divisas a sus arcas-, tanto como al conocimiento científico, cuando sólo se lo ensalza en tanto instrumento aplicable. La dignidad de la ciencia consiste en abrir mundos y en dar amparo al persistente sufrimiento de la humanidad. Por eso mismo, la tecnología debe estar subordinada a consideraciones de orden espiritual y ético, y también político, más que a los comerciales. Tomás Buch nos dice que la historia de la tecnología debe ser contada en función tanto de sus aportes «positivos» como «negativos». Yo no concedo tanta importancia a los platillos de la balanza, sino al fiel histórico que les permite oscilar, y al análisis de la balanza en sí misma. No es lo mismo que al fiel lo sostenga el Sr. Krupp, el general Groves (jefe militar del Proyecto Manhattan), la gerontocracia soviética o el secretario de Defensa de los Estados Unidos, a que lo hagan personas menos interesadas en testear armamento de ultimísima generación sobre cabezas humanas o en vender a cualquier costo arsenal químico a tiranuelos del Tercer Mundo.

Buch se equivoca también cuando supone que yo desmerezco al impulso industrialista y desarrollista que engrandeció a la Argentina a lo largo del siglo XX. Por el contrario, solamente critico las ilusiones desmedidas y sin fundamento que nos volvieron tan arrogantes como incapaces de prever el desenlace espantoso en que nos encontró el año 2000, como también al esnobismo acrítico y agresivo que suele acompañar a las épocas de «vacas gordas» entre nosotros. La abundancia de artefactos tecnológicos no puede reemplazar a la imprescindible reflexión sobre el destino de un país desarticulado. En este sentido, la universidad -institución anterior al capitalismo moderno- no existe para ser ensamblada a las necesidades productivas del sector privado, aun cuando no deba descuidar el «mercado de trabajo» de sus egresados, sino para fomentar vocaciones y capacidades, para formar ciudadanos responsables y para analizar y resolver nuestros desatinos.

Cuando analizo a los efectos de la técnica en la Argentina no lo hago en función de productos industriales -sean tuercas o reactores- sino en tanto mentalidad en común, que a veces puede obturar las ideas de nación o de colectividad digna que deseablemente deberían orientarla. La idea restrictiva de técnica que parece utilizar Tomás Buch no me concierne. Tampoco la idea de usar al enclave de la energía nuclear como modelo de desarrollo de nuestras capacidades me suena sugestiva. Sospecho que la imaginación nacional dispone de reservas como para desarrollar otros modelos más integradores, más interesantes. Por cierto, acusar a quienes critican a ciertos efectos de la energía nuclear de recurrir a la «máquina de impedir» me resulta una metáfora traída de los pelos, de los escasos pelos que aún le restan a su inventor y difusor durante el menemismo, Bernardo Neustadt. ¿Qué entonces? ¿Un país donde ciertos enclaves productivos sean extraterritoriales a la crítica? ¿Es esta la discusión seria que Tomás Buch quiere plantear?


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