Cuando en medicina un acto de fe es cuestión de Estado
enrique gurfinkel (*)
La mujer apoyó dos pastillas sobre la mesa de su asiento de avión. Una, ovalada, clara y pequeña y otra tan redonda, breve y blanca como la palma de su propia mano. Las llevó una tras otra hacia el fondo de su boca y las empujó con un sorbo de agua hasta el fondo de sus entrañas. Ignoro la razón por la que las tomó y seguramente ella ignora que otras de igual forma y distintos colores pueden ser más eficaces que las que lleva consigo. Pienso en mi fuero íntimo que esta mujer aceptó sin firmar la prescripción que su médico le brindó en algún momento. Ella creyó en él y éste, en lo que escribió. Al fin y al cabo ambos llegaron a un acuerdo de partes. El vuelo de esa noche me traería desde Washington a Buenos Aires. Había pasado la jornada en una curiosa reunión a puertas cerradas con representantes de uno de los organismos más trascendentes del gigantesco aparato federal de Estados Unidos, la “Food and Drug Administration” (Agencia de Alimentos y Medicamentos), vulgarmente llamada FDA, estructura que aprueba o rechaza lo que más de trescientos millones de habitantes consumen en ese país y cuyas conclusiones la vasta mayoría de las naciones obedece en forma de cascada. Curioso. En Estados Unidos no existen ministerios de Salud. En el resto sobran. El motivo de mi estancia se debió a una reunión peculiar sobre lo que algunos años ha con mi equipo de trabajo en Buenos Aires desarrolláramos en el mundo de la medicina: una nueva indicación farmacológica de un viejo producto para la población que padece la principal amenaza de sus vidas, el infarto de miocardio. Pocos meses después de publicar aquel avance científico la industria farmacéutica reprodujo nuestro descubrimiento y hoy, aun en el más sencillo y remoto hospital del mundo, el médico trata a quien lo padece de la manera que inventamos. El encuentro agrupó una cincuentena de individuos, agentes federales, sanitaristas y una decena de cardiólogos con el propósito de preguntarnos si era tiempo o no de cambiar aquella práctica con nuevas modalidades médicas por venir. Millonarias inversiones por realizar. ¿Por qué razón cambiar lo que es bueno y económico? ¿Tendrá esto que ver con la reforma de salud que impulsa la actual administración estadounidense? Un sujeto afable a mi derecha me respondió firme y claro luego de beber un sorbo de café: “Nuestra misión es darle al pueblo de los Estados Unidos lo mejor. Cómo lo mejor llegue al pueblo de los Estados Unidos es un problema de la administración del señor Obama”. Toda la sorpresa es para aquel, como yo, acostumbrado a la improvisación. Sentí el deseo de tomarme el mismo café que mi colega. De los presentes, un puñado tenía orden de ascender al podio y exponer en menos de tres minutos sus razones a favor o en contra de tal medida. Nada de discursos infinitos ni tampoco subjetividades. Quien en tres minutos sintetiza lo que sabe sin duda alguna sabe lo que dice. En un momento de distensión miré el techo de ese amplio salón. Miré esas paredes como testigos del debate sobre la salud de millones y millones de seres humanos. Miré la silla vacía del estadounidense afable que me explicó cómo no se mezclan los funcionarios transitorios con los caminos del Estado. Cuarenta millones de habitantes de ese país no acceden a un buen sistema de salud. Varios otros cuarenta en muchos rincones del mundo tampoco. Seguramente estos abandonados ignoran que este grupo sentado no mira costos. Aquí los costos son estrategias políticas que no avasallan el progreso, aun en las más dolorosas de las privaciones o astringencias financieras. Una voz llama al grupo a retornar al recinto. Es un juego de preguntas y respuestas donde el respeto prima y, cuando alguien verbalmente derriba el argumento opositor, se traduce como una mera discrepancia. Es un encuentro de conocimientos y convencimientos. Al fin y al cabo el conocimiento empieza por un acto de fe, creer que se sabe. Es la hora 16. La reunión concluye y un documento habrá de ser elaborado. Un taxi ya me espera con dirección al aeropuerto. Vuelvo la cara hacia mi izquierda para mirar a esa mujer que descansa a centímetros de mi silla con sus pastillas actuando en el cuerpo. Tal vez mañana, cuando regrese a su médico, éste le indique otras de colores y formas distintas a las que vi antes de despegar sobre su mesa. Tal vez ambos ignoren que detrás de ellos, regularmente, una cincuentena de personas protegerá su bienestar. Porque, al fin y al cabo, en ese instante en que un profesional y un paciente se encuentran, llegan a establecer un pacto. Y el Estado velará silenciosamente para que un ciudadano ingiera con un vaso de agua aquello movido por un acto de fe. (*) Doctor de la Universidad de Buenos Aires, director de Ciencias Cardiovasculares de la Fundación Favaloro, investigador del Conicet
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