Cuando éramos críos

Una noche de sábado en Regina el pibe, mal lector, amante de los chips y de mirada indescifrable, tira a la mesa una frase que nos deja fríos: «Los libros van a desaparecer. Vos vas a tener la oportunidad de verlo». Y quien más, quien menos, el lector apasionado le retruca: «¡Ese es otro piquete de ojos de la posmodernidad contra el placer!»

La respuesta llega, cauta y precisa: «El placer no se pierde, sólo los libros». La discusión deriva, viaja por mares sin fondo ni continentes cercanos. El chico ignora. Tampoco le importa. ¿Cómo explicar de qué se trata eso de las palabras sobre el papel?

Cuando éramos chicos una madre cariñosa, un abuelo -no cuenta a los fines de este planteo-, nos leían «Tarzán» o «La Isla del Tesoro» o una versión para niños algo simplificada de «El conde de Montecristo». Dumas, Salgari, Stevenson, London, Neruda, por qué no, siendo ya algo más mayorcitos. Sucedía entre penumbras, antes de zambullirnos en las sábanas frías, y soñar que el mundo era nuestro y al final de los arco iris había joyas relucientes. Sin tiempo vivimos. Por algo nos llamaban críos. Sin tiempo imaginamos la pasión y el dolor de nuestros héroes.

El aroma de sus cuerpos de papel se nos quedaba pegado en la nariz. Eso era el placer: aroma a parajes infinitos. Eso era leer. Aunque nos leyeran entre sombras. Tal vez una máquina reemplace la función. Habrá marcas y calidades a descubrir. Unas hechas en Taiwán, otras en Corea. No importará quién escriba sino donde se ensamble el asunto.

Tal vez, en un futuro ¿cercano?, los chicos lleguen al mundo con el chip de Shakespeare entre los pliegues de su materia gris. Todo puede suceder. Mientras tanto, nosotros, los viejos del nuevo milenio, seguiremos recordando el calor de la piel de mamá, su voz quebrada arrullando nuestra existencia, su mano en el pelo. La sonrisa del viejo, héroe cercano y frágil. Algo habrá cambiado para los cabezones del futuro. Ignorarán que estamos hechos de sextos y séptimos sentidos que nos dictan la paz y la guerra cotidiana. Si una cosa lleva a la otra, el libro será un artefacto de plástico, el erotismo una muñeca de goma -como esos bebés que lloran cuando se los aprieta, ellas, en cambio, gemirán- y el mejor amigo un banco sin cajeros. El dolor será un pecado de quienes no tengan para pagarse pastillas mágicas y los excrementos deficiencias corporales de los seres sin tecnología. ¿Qué sentido tendrá el cuerpo si podremos ser virtualidad pura? ¿Insensibles con sentimientos?

Apenas unos nostálgicos recordarán los versos de Manuel Vicent: «Hoy mismo un adolescente acaba de descubrir por Internet el primer sexo cibernético, un joven que practica el deporte de riesgo se ha tirado con un ala delta por un acantilado, un especulador de Bolsa ha ganado 100 millones en una hora, un señor maduro ha navegado en brazos de una nueva amante, una profesora se ha enamorado de su nuevo alumno, un viejo ha sentido el aroma de café al despertar y viendo el sol de primavera en la ventana se ha llevado la alegre sorpresa de no haber muerto. Nadie sabe cuál de estos placeres es el más fuerte».

Para entonces la muerte será un imposible, vivir un vago recuerdo y la pasión la excentricidad de los locos.

Claudio Andrade


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