El nuevo libro de Alan Pauls: la lectura nunca morirá

“Trance” configura un viaje a través de su experiencia lectora, donde se mezclan reflexiones sobre sus primeros libros, obras claves, autores predilectos y el lenguaje cinematográfico, así como los efectos físicos, mentales y sociales de la lectura.

“Trance”, el nuevo libro de Alan Pauls, configura un viaje a través de la experiencia lectora de este escritor y ensayista argentino, donde se mezclan reflexiones sobre sus primeros libros, obras claves, autores predilectos y el lenguaje cinematográfico, así como los efectos físicos, mentales y sociales de la lectura.

En el libro -publicado por la editorial Ampersand- Pauls se ubica en una tercera persona que abarca impresiones, relaciones, enlaces e interrupciones de su formación como lector, donde se destaca la fascinación por el ejercicio de decodificar una página, una película o un rostro con la misma pasión.

Escritor, crítico y periodista, Pauls fue profesor de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es autor de libros como “El pudor del pornógrafo”, “Wasabi”, “El factor Borges” y “El pasado”, novela ganadora del Premio Herralde 2003. El autor habló con Télam sobre su nuevo libro.

P- La idea de un libro sobre la lectura se presenta ideal por tratarse, quizás, de la materia formativa de un escritor. ¿Resultó una escritura más placentera que, por ejemplo, la de una novela?

Alan Pauls- Para mí, que más que avanzar me gusta dar vueltas alrededor de las cosas, derivar, delirar, escribir sobre “un tema” siempre es ideal, incluso cuando el tema no parece tener mucho que ver conmigo. Es una virtud (o una tara) que me viene de lejos, de la escuela. Nunca soporté las composiciones de tema libre, y siempre me excitaron las que imponían una cuestión particular a desarrollar. Y la lectura, al menos para un escritor, es “el” tema. Pensar la lectura es pensar eso de lo que estamos hechos todos los escritores (aun, o quizás más que ninguno, los que se jactan de darle menos importancia a lo que leen que a lo que viven, si es que queda alguno). Si te interesa la vida de un escritor, pedile que te cuente la historia de sus lecturas: ahí está su autobiografía. Puede que lo que vivió no sea más que la repetición torpe de lo que leyó.

P- “Tal vez leer sea la última práctica continua que quede en el mundo”, se lee al comienzo del libro. Piglia sostenía que leemos a la misma velocidad que en los tiempos de Aristóteles. ¿Esta “gran práctica anacrónica” -como decís en el libro- puede entenderse como una forma de salir de la simultaneidad del presente?

A.P.- Leer es anacrónico porque pone en juego facultades, lógicas y potencias que hoy tienden a ser minoritarias o laterales: continuidad y linealidad, sin duda, pero también concentración, exclusividad, sensibilidad para las transiciones, los matices, los acentos sutiles. Igual, lo más anacrónico de todo es que leer (la relación entre el que lee y lo que lee) sigue siendo ante todo un campo de pruebas de malentendidos. Los libros que nos marcan son casi siempre los que no deberíamos haber leído, los que no eran para nosotros, los que no nos convenían. En la lectura no hay “tal para cual”, no hay satisfacción posible, en el sentido de que entre uno y eso que uno lee siempre hay una diferencia, algo que sobra o que falta, una fuga de sentido -que es lo que nos induce a seguir leyendo, por supuesto, y cada vez con más placer y vértigo. No hay ni habrá un Grindr, Tinder o groncher de lecturas -por más que Amazon se mate intentándolo.

P- La lectura como obsesión, como fascinación, como trance que rompe el ritmo del mundo hace pensar también en la adicción: el vicio de la lectura. En ese esquema, ¿se puede pensar a Borges como una de las mejores drogas en el mercado?

A.P.- Sí, y no en vano Borges se la pasaba promoviendo esa clase de consumo. Cuando decía estar más orgulloso de las páginas que había leído que de las que había escrito no estaba haciéndose el modesto. Llamaba la atención sobre la lectura como una práctica activa, de afirmación y puesta en cuestión, que no tiene nada que ver con la imagen de inercia, pasividad o confort que a menudo enarbolan los enemigos del libro. Por lo demás, cada uno tendrá su sustancia y se la administrará como quiera o pueda. La verdadera droga, en realidad, es la función lectura, esa potencia que tiene que ver con la apuesta por el sentido y la voluntad de seguirlo, rastrearlo, desplegarlo, que te hace ir siempre más allá y puede ejercerse en todo momento y todo lugar, más allá de la naturaleza de los objetos que le salgan al cruce (se puede leer también una cara, una escena de la vida cotidiana, un discurso político, el diseño de una página web, el dibujo de las nubes en el cielo…).

P- Si tuvieras que postular una idea del futuro de la lectura, ¿cuál sería?

A.P.- No imagino que cambie mucho. El libro sigue conservando más o menos la misma forma que tenía en el siglo XV, y nuestra manera de leer tampoco ha cambiado tanto desde que Ambrosio, hace mil ochocientos años, para asombro de San Agustín, osó leer en silencio en su presencia.

P- Hay una idea muy interesante en el libro sobre la persona que es leída, pero no tanto por los libros que lee sino porque, en ese ejercicio, termina siendo leída por la lectura. ¿La propia materia funciona como algo vivo que opera sobre el lector?

A.P.- Dedico una entrada del libro a la expresión léido (con acento en la “e“), que es como supuestamente designaban a las personas instruidas las personas sin instrucción, los no léidos. Es una expresión bastante sabia, porque pone el acento en el modo en que el que lee es atravesado, modelado, esculpido por todo lo que lee. Los libros son radioactivos: irradian a quienes los leen. Cuando leemos estamos expuestos a lo que leemos: por eso leer es una experiencia de alto riesgo. ¿Quién nos dice cuándo parar, cuándo hemos tenido ya suficiente, cuándo nos estamos excediendo con la dosis?

P- La ilusión, el artificio y los efectos del cine ocupan gran parte del cuerpo del libro. ¿Entenderías tu formación lectora sin la experiencia cinematográfica?

A.P.- No, y por eso en el índice final de lecturas los títulos de libros coexisten con los de películas en pie de igualdad. Para mí no hay diferencia. Soy tan lector en el cine o frente a la computadora, viendo una película, como cuando leo un libro (o una muestra en un museo, o un sitio en la red, o una escena de la vida cotidiana, o una cara que me interesa…). Mis días de estructuralista primitivo, por ejemplo, los quemé dividiendo películas, no libros, en partes, escenas, secuencias, macrosecuencias, haciéndolas jugar entre ellas, buscándoles ecos, simetrías internas, inversiones, hasta reducirlas a unos esquemas complejos, ensortijados como rastas. Dudo que esos ejercicios de análisis fueran realmente reveladores, pero tenían un sentido muy preciso, y muy invalorable: convertían en objeto algo -una película- que por definición -épocas pre VHS- estaba condenado a escabullirse. Uno no podía releer la película, pero sí el análisis. La lectura, por ingenua que fuera, inauguraba la repetición.


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