Historias de carne y hueso

Eduardo y Pablo Torres rescatan a los “Carniceros de oficio” en un libro que entre fotos y relatos muestra los secretos de quienes viven entre bifes y achuras.

Hay carne de pollo y carne de cerdo pero nosotros, los argentinos, le decimos “pollo” y “cerdo” a secas porque la palabra carne está reservada y no necesita de modificadores. “La Carne” es siempre de vaca.

La redacción tema “La vaca” fueron las primeras letras en los cuadernos de varias generaciones de argentinos y a partir de allí, la cultura cárnica ha marcado un sesgo nacional.

Los conquistadores españoles se llevaron de América la papa, el tomate y el chocolate pero nos dejaron los caballos, los cerdos y la joya de la corona, el ganado vacuno.

Los nutritivos pastos pampeanos multiplicaron por miles esas reses que se transformaron en el alimento recurrente de la población rioplatense.

La joya de la corona al principio no brillaba demasiado, lo más preciado era el cuero que se exportaba y después de sacar algunas partes para alimentarse la mayor parte quedaba tirada en el campo a merced de los perros cimarrones.

La cantidad no significaba calidad. Eso llegó tres siglos después cuando ejemplares de Shorton, Aberdeen Angus y Hereford, importados de Gran Bretaña, comenzaron a pastorear por nuestras llanuras.

El carnicero de barrio, durante mucho tiempo, fue la manera en que la carne llegaba a nuestras manos. Hoy es un personaje que se extingue.

Estas historias están contadas en “Carniceros de oficio”, un libro tan obvio como ausente hasta el día de hoy. Como suele suceder, uno se da cuenta de la obviedad de una presencia cuando ésta comienza a languidecer.

Eduardo Torres y Pablo Torres, tío y sobrino, fotógrafo y sociólogo, tomaron nota de esta transición y se dedicaron a documentarla.

Enfrentarse a la lectura de “Carniceros …” supone un primer impacto con su materialidad.

La experiencia sensorial de manipularlo nos anticipa el peso de la historia y la espesura de sus relatos. Casi dos kilos de papel, un peso pesado de cuidada edición.

Lo giramos, lo abrimos y palpamos con la persistencia y lentitud de un invidente.

El grafismo de la retiración de tapa y la hoja de guarda nos recuerda el marmolado de los viejos libros contables.

En este caso es un paisaje sanguinolento con rojos y rosados, paleta que acompañará el resto de la obra en viñetas y fondos y hasta en la cintilla de punto de lectura.

Alfonso y Gerardo Tomsin, padre e hijos carniceros.

Alfonso Tomsin es belga y llegó a la Argentina con 18 años después de haber pasado la Segunda Guerra Mundial.

Francisco, su padre, de oficio carnicero, decidió el viaje por miedo a que la guerra de Corea fuera el preámbulo de la tercera gran guerra.

Alfonso era mecánico dental pero en Argentina no pudo revalidar el título y comenzó a trabajar en la carnicería de su padre en el barrio de Florida. Al fallecer su padre, Alfonso recupera viejas recetas paternas de charcutería escritas en flamenco y comienza a fabricar chorizos de distintos sabores y tamaños que volvieron famosa a la carnicería Ambiorix. Llamada así en honor al guerrero belga mencionado por Julio César, que por aquí conocimos como Asterix.

Lo hojeamos al azar para detenernos cada tanto en detalles de edición, como las anotaciones con birome de los pedidos de los clientes.

Un corondel rosado que atraviesa la hoja de arriba hacia abajo como si la cintilla señaladora se hubiera detenido en el tiempo y en esa hoja.

Párrafos épicos que describen el encuentro del carnicero y la media res en el momento del deposte, como si fuera un ritual de agradecimiento en el duelo desparejo de un hombre vivo y un animal muerto.

Las fotos a doble página y con fondo negro reflejan cabalmente ese momento: “Solos, el uno con el otro. El hombre respetuoso del animal que tiene enfrente, consciente que se trata ni más ni menos que su sustento”.

Mirta “Pili” Peterson carnicera por amor y elección.

Mirta “Pili” Peterson tuvo un amor, Héctor. Él era carnicero y juntos pusieron sus ilusiones en una carnicería y verdulería donde Héctor era el rey de la ganchera y Mirta lo acompañaba entre albahacas y calahorras. Después de siete años Héctor enfermó del corazón y Mirta se puso la tristeza al hombro y siguió con el negocio contratando un carnicero. El negocio no prosperó y se hizo cargo de un puesto en un mercado del barrio de Belgrano pero al poco tiempo tuvo una mala experiencia con un cortador.

Si Mirta cerraba los ojos podía escuchar nítidamente a Héctor asentar el cuchillo en la chaira y verlo separar con prolijidad la grasa de la carne. Fue ahí que se puso el delantal blanco y se adueño de la ganchera y la caja registradora.

Recuerda que al principio los clientes le perdonaban las milanesas desparejas, pero si volviera a nacer, sin duda, volvería a ser carnicera.

Al común de los mortales y más precisamente los mortales que pecamos de ingenuidad urbana, nos son distantes y a veces crueles los pasos del proceso cárnico. Somos carnívoros pero de este lado de la parilla. Es imposible no remitirse a las imágenes de Francis Bacon al ver a un carnicero posando entre medias reses colgadas de la ganchera.

Carnicería de barrio.

La sangre y los cuchillos afilados están más cerca de las novelas policiales que a la trastienda de nuestra vida cotidiana. Por eso quizás percibamos el oficio de carnicero con una pizca de aprensión y misterio al verlo lidiar con animales muertos y aceros afilados, luciendo un delantal ensangrentado con un rostro sonriente y una frase amable a flor de boca.

Pero incluso para nosotros, con estos pruritos, las imágenes de “Carniceros…” son cuidadas y se recorren sin sobresaltos.

Los relatos y las fotografías nos muestran con sensibilidad la institución social del carnicero de los barrios porteños, pero que también podría ser el de la vuelta de nuestra casa, aquí en la Patagonia.

Aquel con mostrador todavía de mármol y madera en una escenografía de azulejos blancos y ristras de chorizos. Aquel que está en vías de desaparición ante la pulcritud de la carne envasada en puntos de venta masivos.

Ese carnicero es el que conoce el corte preferido del cliente, el que le advierte cuando la carne no vino buena o le da un corte de carne y le dice “hágame caso, pruebe esto vuelta y vuelta”.

Es el socio invisible del asador dominguero al que injustamente no se lo nombra cuando piden un aplauso para el asador.

Los argentinos bajan el consumo de carne vacuna

Ficha

Nombre: “Carniceros de oficio”

Autores: Eduardo y Pablo Torres

Páginas: 302

Editorial: Catapulta

Precio: $ 999

“Todo tiene un juego con la gente, tenés que tener un poco de swing en la manera de manejar las manos y la carne frente al cliente. Eso la gente lo ficha, te observa mucho detrás del mostrador”.

Jorge Obeid, carnicería El Alba, Villa del Parque, CABA

“Yo busco la carne Moria Casán y no Ringo Bonavena. La media res Moria Casan tiene terrible cola y los cortes más caros están en el cuarto trasero. La Ringo Bonavena tiene poca cola, te rinde menos”.

Roberto Moretti, carnicería Lito, La Boca, CABA.

El carnicero de barrio, durante mucho tiempo, fue la manera en que la carne llegaba a nuestras manos. Hoy es un personaje que se extingue.

Datos

Hasta el 2005 Argentina fue el tercer exportador de carne del mundo con 771 mil toneladas. A partir de allí la expansión agrícola de la soja le restó pasturas. El ranking global de la exportación cárnica lo lidera Brasil con 2,1 millones de toneladas en el 2014.
El mayor consumo de carne vacuna per cápita, en el 2012, lo tenía Uruguay con 60,60 kg. Lo seguía Argentina con 59,10 kg y en tercer lugar estaba Brasil con 39,40 kg.
El mercado interno es el gran consumidor de carne vacuna en Argentina (90%) pero a pesar de esto la proporción de esta carne ha disminuido en la dieta en favor de la carne porcina y aviar. En 1950 se consumía 90 kg per cápita, en 1990 67,4 y en 2014, 58,9.
“Todo tiene un juego con la gente, tenés que tener un poco de swing en la manera de manejar las manos y la carne frente al cliente. Eso la gente lo ficha, te observa mucho detrás del mostrador”.
“Yo busco la carne Moria Casán y no Ringo Bonavena. La media res Moria Casan tiene terrible cola y los cortes más caros están en el cuarto trasero. La Ringo Bonavena tiene poca cola, te rinde menos”.
El carnicero de barrio, durante mucho tiempo, fue la manera en que la carne llegaba a nuestras manos. Hoy es un personaje que se extingue.

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