De Túnez a El Cairo

El vuelco de Egipto hacia el campo de la democracia, si se confirma, constituye un cambio radical para todos los países de la región. Egipto fue, es y será por mucho tiempo el corazón del mundo árabe. Todo acontecimiento que se produce allí influye en el resto de las naciones árabes. Cuando en los años sesenta Nasser galvanizaba a las masas, había desde Yemen hasta Marruecos las mismas repercusiones, las mismas cóleras, las mismas alegrías y desesperaciones. Cuando Sadat y luego Mubarak destruyeron el dinamismo nacional egipcio y se sometieron a Estados Unidos, la misma atonía, la misma impotencia y la misma resignación se apoderaron en todas partes de las poblaciones. Egipto representa el peso del número (más de 80 millones de habitantes), el peso de la geografía (se halla en el centro de las relaciones entre el Oriente y el Occidente árabes), la fuerza de la cultura, de la ciencia, de la tradición estatal y, sobre todo, tras la Segunda Guerra Mundial, el símbolo de la emancipación de los pueblos árabes. Pero este país ha sufrido una dictadura despiadada durante más de medio siglo, en realidad desde las primeras derivas del nasserismo a finales de los años cincuenta. La pequeña Túnez es la que ha anunciado el fin de esta historia compartida por todos los Estados árabes. Y es ella misma la que ha abierto el camino de la hecatombe de las dictaduras. Han bastado 23 días, después de la inmolación del joven Buazizi, para acabar con Ben Ali y su camarilla de parientes; han bastado tan sólo 18 para deshacerse de Mubarak. En efecto, el Ejército egipcio, en estrecha relación con Estados Unidos, ha controlado la operación desde el principio hasta el final. Hay que decir en este punto que la gran suerte de los manifestantes egipcios se debe también a la inteligencia política de Barack Obama, quien, tras un momento de indecisión, ha tomado finalmente partido en su favor y ha puesto a salvo de este modo los intereses de Washington. A diferencia del Ejército tunecino, el egipcio tiene un papel estratégico en el país; dispone de un poder financiero independiente y controla sectores esenciales de la economía y, sobre todo, no puede ignorar el punto de vista americano, aunque sólo sea por el dinero que cada año recibe de Estados Unidos (1,3 mil millones de dólares). Manteniendo a Mubarak en el poder tenía todas las de perder. Para defenderlo, habría tenido que disparar al pueblo, pero ni los soldados del regimiento, en contacto permanente con la población, ni el mismo pueblo lo hubieran tolerado. Sabemos que en el seno del Estado Mayor se han dejado oír desde hace días voces que querían acabar con el viejo dictador. A éste, incluso le ha ocurrido exactamente lo mismo que a Ben Ali, ya que los oficiales reunidos en el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas le ofrecieron el 10 de febrero, después de su discurso, que eligiera entre la corte marcial y la dimisión. Y es probable que asistamos en las próximas semanas a evoluciones significativas en la relación de fuerzas en el seno de esta institución. El Consejo Supremo que sustituye a Mubarak deberá arreglárselas con la ira popular; la huida del dictador no hará olvidar sus responsabilidades ni eclipsar la voluntad de recuperar la fortuna fraudulenta acumulada a espaldas de Egipto (60.000 millones de euros mientras que Ben Ali “solo” acariciaba 3,7 mil millones de euros). En cambio, el Ejército tunecino es una institución pequeña, no es ofensiva ni tiene “enemigos” y nada tenía que perder al deshacerse de Ben Ali, quien lo había sometido a su policía todopoderosa. Pero en los dos países el Ejército ha sido el vector principal del inicio de la transición. Sin embargo nada apunta, sobre todo en el caso egipcio, a que el Ejército se haya puesto definitivamente al lado del pueblo. Puede hacer durar la actual situación de transición y, sobre todo, mantener las riendas del poder si el islamismo se convierte, en un contexto de crisis, en una alternativa política seria. Es cierto que se encontró entre la espada y la pared: es el pueblo unido, sin distinción de clases, el que ha mostrado el camino. La emergencia de una sociedad civil democrática, autónoma y espontánea en el mundo árabe es la gran novedad de estas dos revoluciones y de las que vendrán. Es una situación original pero que conlleva riesgos, sobre todo por la ausencia de organización política. El Ejército conducirá en ambos países el proceso de transición hacia la democracia solamente si la sociedad civil logra construir rápidamente unos partidos que sean capaces de ofrecer una alternativa política. Los únicos partidos que realmente se han estructurado estos últimos años han sido los islamistas. Pero tanto en Egipto como en Túnez la emergencia de la revolución ha cogido desprevenidos a los islamistas; ninguna de sus consignas ha sobresalido en las movilizaciones. Sin embargo, están al acecho. Por prudencia, de momento dedicarán sus esfuerzos, como ya se proponen hacer en Túnez, a conquistar la hegemonía dentro de la sociedad civil. Su cálculo es a largo plazo: primero quieren dominar la sociedad, “tradicionalizar” el sistema de usos y costumbres, para luego vencer democráticamente en las elecciones, según el modelo turco. Pero ahora no les resultará fácil imponerse: la revolución ha sido democrática de principio a fin. Los jóvenes, que han sido en sus países la punta de lanza de la revolución, no han manifestado afiliación religiosa o ideológica alguna. Reivindicaban la libertad de expresión, unas instituciones democráticas y la marcha de un hombre que simbolizaba la opresión desnuda. La irrupción de la juventud es en realidad la gran novedad política en el mundo árabe. Esta generación no pertenece a tradición alguna, nacionalista árabe o religiosa. Su cultura política no la ha heredado del pasado sino que proviene mecánicamente de la insoportable contradicción entre la libertad negada en la vida cotidiana y la libertad extrema de la que los jóvenes disfrutan en internet, Facebook, Twitter, los SMS, etcétera. Ésta es producto de la globalización –no la de la economía, sino la de los valores alternativos de ciudadanía y de democracia política–. Es la representación de otra forma de antiglobalización, típicamente relacionada con las condiciones específicas del mundo árabe. Nada hace prever que estos jóvenes vayan a dejar que los movimientos integristas aplasten bajo un nuevo manto de plomo su conquista democrática. A los egipcios, como a los tunecinos, no les queda otra posibilidad que aceptar ese reto y afrontar, de una vez por todas, la cuestión de la modernización cultural de sus sociedades. El seísmo tunecino ha tenido su primera réplica en Egipto. Le seguirán otros temblores. La idea falaz según la cual los regímenes autoritarios son los mejores garantes contra la amenaza islamista ha muerto en Túnez y en El Cairo. Lo que ha ocurrido en las últimas semanas demuestra que los pueblos, cuando quieren la libertad, saben no tenerle miedo a nadie, porque han superado el mismo miedo. (*) Filósofo y sociólogo argelino nacionalizado francés

SAMI NAÏR (*) El País Internacional


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