La peligrosa legitimación del “fascismo social”

El triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil evidenció las limitaciones de los gobiernos populistas latinoamericanos. Podría marcar el inicio de un ciclo social regresivo y un retroceso democrático.

Debates me consulta sobre cómo los gobiernos del Partido de los Trabajadores derivaron en un fenómeno como el de Bolsonaro en Brasil y las consecuencias de que este “agotamiento” de los progresismos latinoamericanos en la región derive en regímenes de extrema derecha.

Voy a hablar primero de la dimensión más política del fenómeno. Siempre digo que los populismos latinoamericanos, que suelen ser progresistas, estatalistas, nacionalistas, son muy ambivalentes . Por un lado, desarrollan políticas de inclusión para con los más desfavorecidos; por el otro, hacen un pacto con el gran capital.

En este marco, se desarrolla una retórica de guerra, avalada por la oposición. Este encasillamiento de la realidad en dos bandos opuestos implicó una tremenda polarización y simplificación del espacio político, que vivimos hasta hoy. Del lado de los progresismos, la polarización produjo una exacerbación de las hipótesis conspirativas: al final todo terminaba siendo culpa del “imperio”, de la derecha o de los grandes medios de comunicación. Toda crítica desde la izquierda ecologista, indígena o clasista era “funcional” a los sectores más concentrados. Lo peor es que no hubo posibilidad de que emergieran nuevas opciones en el campo de la centroizquierda, lo que se agravó con los años, al calor del proceso de concentración del poder en los líderes o lideresas progresistas.

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Desde el PT al kirchnerismo, nadie quería competencia en su espacio ideológico, y las nuevas opciones de centro izquierda fueron incapaces de derribar el muro. En el caso del kirchnerismo fue claro: Cristina Fernández eligió como opositor-estrella a Macri, cuando éste estaba lejos de tener chances electorales a nivel nacional. Tampoco hubo lugar para la autocrítica sobre el declive de los progresismos.

Desde los sectores de derecha observamos la demonización de las experiencias progresistas, que hacia el fin de ciclo fueron caracterizadas como “populismos irresponsables”, culpables de haber desperdiciado la bonanza económica asociada al boom de los commodities; y reducidos a una pura matriz de corrupción, frente a escándalos como el Lava Jato en Brasil y los que ya se filtraban en Argentina.

La derecha se vio beneficiada por la polarización, porque con los años los oficialismos progresistas fueron revelando con claridad sus limitaciones, sus déficits y también sus perversiones. Al calor de la crisis económica, fueron licuando su capital político. Al calor de los hechos de corrupción, perdieron credibilidad. Se fueron convirtiendo en regímenes de dominación tradicional.

El fin de ciclo dejó al rey desnudo: al contrario de lo que se pensaba inicialmente, no era tan cierto que la región latinoamericana iba a contramano del resto del planeta. No era tan cierto que se hubieran reducido las desigualdades en América Latina, en realidad, más bien se redujo la pobreza, se aumentó el salario de los trabajadores en blanco, se amplió el consumo, pero todo esto siempre en forma aleatoria y volátil, dependiente de los ciclos económicos. Tampoco hubo reforma tributaria, no se tocaron los intereses de los más poderosos.

Dinámicas de democratización

Hubo, ciertamente, dinámicas de democratización específica. Por ejemplo, el PT impulsó el ingreso de los jóvenes negros y pobres a la universidad pública. Democratizó y “plebeyizó” el sistema universitario. El kirchnerismo amplió los derechos de las llamadas minorías sexuales, incrementó el presupuesto para la educación pública y amplió la jubilación, por ejemplo. Pero por otro lado, tanto el PT como el kirchnerismo pactaron con el gran capital extractivo y, en el caso del PT, también con el financiero. Nunca como antes los sectores concentrados hicieron negocios tan fabulosos. Al final del ciclo, se probaría que en realidad los pobres eran un poco menos pobres, pero los ricos se habían hecho aún más ricos.

Por otra parte, los hechos de corrupción revelaron una trama muy oscura de sobreprecios, de cuentas offshore, de enriquecimientos escandalosos, un sistema a gran escala.

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La crisis del sistema democrático en Brasil, de la mano de las delaciones que implicó la caída de la clase política y empresarial, nos devuelve un escenario de descomposición. Aunque no esté probado que Lula se haya quedado con un departamento, y Dilma está lejos de estar implicada directamente en algún hecho de corrupción (ciertamente su desplazamiento fue un golpe de Estado parlamentario), ambos resultan responsables, en tanto máximos representantes del PT y ex jefes de Estado, de haber avalado un sistema de corrupción a gran escala, desde el “Mensalao” (causa por sobornos a parlamentarios a cambio de apoyo político en el Congreso) al Lava Jato (trama de sobreprecios y sobornos de contratistas del Estado a líderes políticos, en especial con fondos de la petrolera estatal Petrobras) junto con el resto de la clase política y empresarial. No se los puede eximir de responsabilidad. Y en eso los oficialismos de izquierda todavía no hicieron la autocrítica.

Temer y Macri se explican en ese escenario de desencanto, de decepción, que refleja una derecha refortalecida, con un lenguaje abiertamente neoempresarial y antipopulista. Una derecha a la que no le tiembla el pulso para reprimir ni para redoblar el ajuste neoliberal y el neoextractivismo en los territorios en disputa. Así, comenzamos a vivir otro clima de época. Los aires progresistas parecen estar cada vez más lejos. Términos que hasta hace poco tiempo parecían expulsados del lenguaje político volvieron a estar en el centro de la agenda. “Mercados, FMI, ajuste, sinceramiento, tarifazos…”.

Ahora bien, hasta ahí tenemos un escenario político más bien latinoamericano, que va diseñando un “consenso antipopulista”, en una lectura lineal, propia de la derecha, que asocia al populismo exclusivamente con la corrupción y el despilfarro.

Y, recordemos, los populismos latinoamericanos del siglo XXI –como dije al principio– no fueron una pura matriz de corrupción, también hubo una dinámica de democratización, ligada a un lenguaje de derechos.

En el plano social

Lo que ocurre con Jair Bolsonaro en Brasil nos pone en alerta, porque de algún modo resitúa a América Latina en el escenario político global, en consonancia con lo que sucede en los Estados Unidos de Donald Trump, con el populismo de derecha, donde converge la xenofobia, el lenguaje antiderechos, con el nacionalismo de extrema derecha; o como es el caso de algunos países europeos, donde se expanden los partidos de extrema derecha.

Sobre lo social entonces.

Si bien es cierto que hay algo del orden de “lo impensable” en esta emergencia de la ultraderecha, que evidencia la fragilidad de los valores democráticos e instala un clima social regresivo, hay que decir que todo esto se nutre de un fascismo social preexistente. Todo esto no sucede de la noche a la mañana, pero una vez que coagulan ciertas dinámicas sociales regresivas puede verse con claridad que estamos frente a otro escenario, muy distinto al anterior. En este sentido, coincido con lo que afirma el ensayista Alejandro Katz, que aquello que antes no era permitido, que era mal visto, que no podía decirse porque era políticamente incorrecto, que era entendido como un gesto antidemocrático, lo que podemos llamar los peores sentimientos, los más arcaicos y primarios, ahora pueden ser dichos abierta e violentamente.

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La honestidad brutal y los peores sentimientos priman por sobre los valores de la tolerancia y el reconocimiento del otro. Ese nuevo clima de época, regresivo y prefascista, está buscando una traducción política. En lo político, y más allá del sentimiento antipetista de las clases medias y altas, Bolsonaro expresa ese llamado social a restablecer los valores morales tradicionales y las jerarquías depuestas.

Esto se liga a la acción sostenida de determinados actores, como por ejemplo las iglesias evangelistas, promotores de una visión tradicional de la familia y las relaciones sexuales, que fueron cruciales para el triunfo de Bolsonaro. En Argentina, estas iglesias junto con los llamados sectores “provida”, fueron fundamentales en las movilizaciones contra la legalización del aborto. En Colombia promovieron el rechazo del acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC hace dos años, porque decían que éste impulsaba la “ideología de género”. En Costa Rica hubo un candidato de ultraderecha evangelista y homofóbico que pasó a segunda vuelta, aunque felizmente no ganó.

Odio y desprecio

Este fascismo social manifiesta el odio y el desprecio hacia el/la que es diferente, oponiéndose a ciertas dinámicas de democratización, de ampliación de derechos. Desde abajo se expresa en la defensa de la familia tradicional y sus instituciones, en el apoyo a los discursos punitivistas en relación a la inseguridad (antigarantismo).

Desde arriba se combina el llamado de aquellos que defienden una concepción que bien podría entenderse como una actualización de la doctrina de seguridad nacional, con fuerte presencia de los militares, asociada en lo económico al neoliberalismo. Esa fue la fórmula de la dictadura militar brasileña, un capitalismo autoritario y de índole nacionalista. Esto último sin duda va a afectar aún más el mundo de los trabajadores, al cada vez más amplio universo de los pobres y excluidos, así como al de los movimientos que luchan contra el avance del capital extractivo en los territorios. La Amazonía ya es una frontera de muerte.

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No se olviden que América Latina es la región del mundo donde se asesinan mayor cantidad de activistas ambientales, y Brasil es desde el 2015 el país que ha venido encabezando el ranking de asesinatos, precisamente en la frontera amazónica. Es de esperar que, con las declaraciones que hizo Bolsonaro –que lo acercan a Trump en su negacionismo en relación al cambio climático– la situación empeore notablemente. Los movimientos campesinos y socioambientales antiextractivistas, las ONG ambientalistas y los defensores de los derechos humanos están muy amenazados: serán abiertamente considerados como un obstáculo “criminal” que se opone al avance del capital.

Durante doce años vivimos la incomodidad de los populismos progresistas. Pero las conductas ligadas al fascismo social no estaban legitimadas. Hoy la situación es de un gran retroceso. No sabemos hasta dónde puede llegar Bolsonaro, pero no hay que olvidar que es un candidato apoyado por los militares, que buscan recuperar su lugar de poder en la sociedad brasileña. En un contexto marcado por nuevos conflictos sociales, mayor desigualdad, creciente desorganización social, discursos punitivos y crisis de los partidos políticos se va abriendo una peligrosa caja de Pandora que va instalando y legitimando conductas fascistizantes, que durante décadas creímos erradicadas. Así, son diferentes los elementos que van articulando este fascismo social con el neoliberalismo económico, en un escenario que parece anunciar los contornos de una posible guerra social destructiva, en donde se juegan las emociones y sentimientos más primarios de la sociedad. El “fascismo social difuso” –del cual nos hablaba ya años atrás Boaventura de Sousa Santos– comienza a encontrar una traducción política más estable. Muy probablemente éste no se manifieste de la misma forma en todas las sociedades, pero lo cierto es que se vienen tiempos de oscuridad.

*Socióloga, escritora, licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba, doctora en Sociología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (Ehess) de París, investigadora principal del Conicet y profesora titular de la Universidad Nacional de La Plata


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