Un cierto “militarismo”

Un día de 1964. A pocas semanas del golpe que en Brasil llevó al poder a los militares. Un general alto con más cara de abuelo que de guerra habla ante más de 3.000 oficiales del ejército. Se llama Golbery Do Couto Silva. Y la historia reconoce en él, más que a un militar, a un intelectual de sólida formación. Será el hombre que con paciencia oriental y tenacidad de carbonero inglés tejerá los pasos que dará aquel régimen durante los 21 años de su existencia. Dictadura para una biblioteca. Gobierno militar para otra. “Con el correr de los años nos iremos del gobierno… Nos replegaremos ordenadamente, casi como desvaneciéndonos en la neblina de los tiempos, como sugería MacArthur que deben replegarse los soldados tras el deber cumplido. Pero de donde no nos desvaneceremos es del poder. A un costado sí, pero no ausentes”…

Entre quienes escuchaban a Golbery Do Couto Silva había un coronel. Como general llegaría a presidente de un tramo de aquel largo proceso, 1973-1979. Se llama Ernesto Geisel. Y cuando el corresponsal de “Times” en Planalto le pregunta cuánto durará el régimen, Geisel responde: “Si usted es inteligente se dará cuenta que marchamos hacia un relajamiento paulatino y lento. Sin sentirnos los mejores”. Y a Geisel lo sucederá un general que pasó su adolescencia en Buenos Aires, donde su padre se había exiliado. Y aquí, su pibe se hizo fan de San Lorenzo de Almagro. Se llama Joao Figueiredo. Será el último mandamás del régimen. “Hemos cumplido, nos replegamos sin tener que esconder nuestros ojos con la visera. Nos vamos sin reclamos ni amenazando”.

En esa cultura de ejercicio de poder se formó el capitán Jair Bolsonaro, que parece tener tableada la presidencia de Brasil. Cultura y tradición de la que, sin embargo, parece haberse alejado para instalarse en lugares extremos. Veamos:

• La textura del discurso de Bolsonaro hace de la exclusión terminante de lo distinto una de sus vigas fundamentales. Y otorga licencia a sus seguidores para impregnar de militarismo, consignas, declaraciones, gestualidad. Militarismo como corrupción en lo que el democristiano chileno Genaro Arriagada, “en la relación de medios y fines, todo un proceso asociado a ciertos desequilibrios morales y emocionales” . Y acota Arriagada: “El espíritu militar es distinto al espíritu guerrero, que es el característico del militarismo. El primero se caracteriza por virtudes militares como son la disciplina, la jerarquía, el propio dominio, la resolución. En cambio, el espíritu guerrero se distingue por el salvajismo, la excitación y el entusiasmo irresponsable y el amor a la violencia, la gloria y la aventura. En el militarismo está presente el culto a la rudeza, el autoritarismo, al chauvinismo”(1).

• Desde esta perspectiva, Bolsonaro no abreva de una característica singular que tuvo el régimen militar brasileño: la ausencia de militarismo. Fue militar. Duro, sí, pero ajeno a colocar lo militar como valor excluyente de la nacionalidad. Ausencia de la que careció la dictadura militar argentina. Sólo el inteligente ingeniero Agustín P. Justo sorteó al militarismo. El resto de los regímenes hizo del militarismo su dictado. “Vanos generales de vanas arengas”, sentenció Borges.

• A diferencia del régimen militar que imperó en su país, Bolsonaro busca respaldo en la acuarela de religiones que pululan en Brasil. Sabe que no encontrará cobijo amplio y generoso en la amplia carpa católica. Pero sí en las iglesias evangélicas, otro espacio grande. No parece aventurado decir que acaricia un sueño: la convergencia de la cruz y la espada como eje moral de Brasil. Y de ahí en más, peligrosa legitimidad para hacer y deshacer. Una convergencia inmoral, como lo fue en Argentina a partir del golpe de septiembre del 30. Y que Justo suavizó luego. Pero que impregnó las dictaduras del rústico Juan Carlos Onganía y del beato Jorge Videla.

• Desde esta perspectiva, el régimen militar brasileño no buscó respaldos confesionales. A poco andar supo que desde el interior de la Iglesia católica había una oposición dura. A cara de perro. Liderada entre otros por dos sinónimos de moral: los obispos Helder Cámara y Evaristo Arns. Irritaron al régimen. Procuró acorralarlos, no lo logró. Entonces se acostumbró.

• Y otra cuestión más. Al menos desde lo discursivo, Bolsonaro y sus militaristas prometen chorros de sangre para poner “orden” en Brasil. Un “orden” aleccionador. Claro, los tiempos han mudado, y los miedos se proyectan sobre este presente en términos más graves. Pero vale una referencia: hay coincidencia entre quienes han descifrado prolijamente la historia de ese régimen –el americano Thomas Skidmore, el francés Alain Rouquié, los brasileños Helio Jaguaribe y Fernando Cardoso (expresidente)– y no fue la sangre lo que signó a aquel proceso. Se asesinó, sí. Se desapareció, también. Se torturó, por supuesto. Pero el régimen dejó el poder chorreando suavemente por la comisura. Skidmore (2) señala, por caso, que en el período 64-81 el régimen militar brasileño asesinó a 333 personas. Los desaparecidos, en el mismo período y según Rouquié, fueron 121. No se está aquí suavizando la represión del régimen militar brasileño. Si, señalando que al menos en términos de promesas de sangre Bolsonaro parece orientarse a un extremo complejo.

1)Genaro Arriagada: “El pensamiento político de los militares, estudios sobre Chile, Argentina, Brasil y Uruguay” Santiago, Editorial Aconcagua, 1981.

2)Thomas Skidmore, Brasil: De Castello a Tancredo, Paz e Terra, 1988.


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